sábado, 19 de diciembre de 2015

Verano eterno.

¿Cuándo llegaría el verano? era la pregunta que se hacía cada vez que sus huesos le reclamaban el calor de los días de sol tendida en la arena que había conocido su cuerpo lleno de juventud, cuando la caminata a esas soledades en que se encontraba la pequeña ensenada se hacía corta al lado de él, que cargaba lo mínimo para acampar, solos, protegidos del viento por la alta escarpada del cerro a sus espaldas y la cueva que le daba el nombre al solitario lugar al costado del acantilado, la cueva del pirata.

A veces cuando la marea bajaba se podía entrar y ver en sus muros arenosos los nombres grabados de algunos visitantes, también los de ellos quedaron estampados como recuerdo, él había buscado una parte alta para que no los borrara el agua, tal vez ya no estaban, pero le ilusionaba saber que si volviera allí algún día, los encontraría, a pesar de toda la vida que había dejado atrás.

Cada día que pasaba la invadía más la nostalgia, los recuerdos se sucedían atropellándose, venían a su encuentro como dos enamorados tomados de la mano corriendo sobre la espuma que dejaban las olas al reventar y besaban esa arena oscura, suave, tan fina que se adhería a la piel mojada y había que esperar que se secara al calor del sol para desprenderse de ella. 

El verano está tardando, y los días le parecen interminables, porque se ha prometido que este año irá a caminar por esos parajes y tal vez la brisa ha guardado la risa de él y vuelva a escucharla mientras avance solitaria hacia el lugar de sus recuerdos.

No se atreve a pronunciar su nombre, es mejor repetirlo en su interior, llamarlo silenciosamente para que la acompañe en esta última aventura, ir a los sitios donde se entregaron con las estrellas como únicos testigos, y en cada paso sabe que él estará a su lado. 

Le dijeron que reposara, que lo ocurrido a sus años era de cuidado, que no era conveniente que estuviera sola, que su corazón estaba muy cansado para emociones y esfuerzos innecesarios.

Ahora repite su nombre a cada instante, escucha su voz y lo ve en sueños, llamándola, tan vital como era entonces, iluminando sus sombras con la sonrisa de antaño, de veinte años vigorosos, fuertes, quisiera que las horas pasaran más rápido y que el sueño llegue pronto a rendirla, porque entonces se sumerge en ese mar de recuerdos que la llevan a las olas de la pequeña ensenada y tiene de nuevo el cuerpo firme, ágil, bronceado por las largas horas bajo ese sol que los iluminaba durante el día y en las noches se ocultaba llevándose a la luna para que nadie fuera testigo del amor que los unía, para que nadie escuchara allá en la lejanía los suspiros ardientes y promesas de hasta siempre que algún día se olvidaron, pero que ahora las recuerda como si volviera a oírlas por primera vez, cómo desea que pronto ya no pueda abrir esos ojos que se llenaron de su imagen, que la guardaron intacta allá en el fondo de su memoria que nunca la abandonó, algunas veces deseó que fuera frágil y que los fantasmas se batieran en retirada, pero no, las fechas, lugares, las canciones, olores, volvían a traerlo, a pesar de los hijos y nietos de otros brazos, de otros besos, él se mantuvo en sus recuerdos borrando a los intrusos.

Las voces le llegan desde muy lejos, ha cerrado los ojos para no ver los rostros dolientes de algunos pocos, de calculadores los más y le parece escuchar sus pensamientos preguntándose cuánta plata tendría esta vieja que se lo pasaba tejiendo y contando cosas que a nadie le importaba.

El doctor le ha pedido al familiar más cercano que autorice el retiro de tanto aparato que la mantiene asida a la vida, sin esperanzas ni deseos de prolongarla y grita silenciosamente  para que acepte y pueda irse rápidamente.

La sugerencia es aceptada sin reticencias, el temor natural a la partida ha desaparecido y espera encontrarlo en el camino para que la guíe entre las sombras hacia donde ya no se separarán jamás, donde no importen las leyes, los prejuicios y el infinito tendrá sentido porque allí el verano existirá para siempre.

viernes, 16 de octubre de 2015

Rosas rojas para ti.

Me contaron que ayer partiste y no estuve ahí para sostener tu mano, para aspirar tu último aliento y decirte adiós, ¿cómo podría haber estado si nuestros caminos iban por diferente rumbo? 

Cada paso que dimos después de la separación nos alejó cada vez más y la distancia trajo el olvido, al menos de tu parte, porque en cada vuelta de la vida esperaba encontrarte como antes, como si el tiempo se  hubiera detenido y  abrieras los brazos para encerrarme en ellos, para sonreírme y yo me hubiera rendido ante el embrujo de tus ojos.

 ¿Qué tienen los ojos verdes, que hasta en los cuentos y leyendas tienen ese poder?  Ellos eran el imán que me atraía a ti, el remanso en que mis penas encontraban alivio, la alegría de cada día  al cruzarse tu mirada y la mía. ¡Qué de promesas creí leer en ellos!, mas ninguna brotó de tus labios para confirmar mis anhelos.

La noticia heló aún más mis viejos huesos y el dolor arrinconado en mi corazón lo invadió por entero, fingiendo indiferencia ante quien me comunicaba tu deceso dije que lo sentía, que era una lástima y palabras comunes para la ocasión y que además hacía tanto tiempo que no sabía de ti que prácticamente no te recordaba.

Me despedí de quien quería dar más detalles, hablar de tu vida lejos de la mía. No los necesitaba, así como era la mía debió ser la tuya, tenía que serlo para que yo pudiera seguir viviendo, si me habías guardado en tus recuerdos, si mi nombre lo decías alguna vez bajito, sólo para ti, si mi imagen se te aparecía en algún sueño o creías verme en medio de la multitud, si un perfume te traía el mío a la memoria, tanto lo había deseado que a fuerza de quererlo pensaba que tú también sentías como yo.

Así había podido llegar a vieja, a tener el pelo cano bajo tintes, a esforzarme por no arrastrar los pies al caminar,  a seguir viva para verte otra vez, de lejos, sí, tenía que ser de lejos, para que no me vieras, para no destruir el recuerdo que guardaras de mi.

Aunque ahora me pregunto si me hubieras reconocido al pasar a tu lado, pero qué importa ya, puede que alguien se pregunte quién era esa viejecilla que estaba en un rincón de la iglesia secándose de vez en cuando las lágrimas y que te dejó sobre la tumba un gran ramo de rosas rojas.



lunes, 17 de agosto de 2015

En la próxima cosecha

La mañana llegó apartando los negros nubarrones de la noche anterior, había llovido suavemente y el campo relucía bajo los primeros rayos de sol que tímidamente se posaban sobre la tierra húmeda, perfumada con el aroma de  florecillas silvestres que despertaban, derramando su dulzura sobre los campos.

Tenía muchas tareas por delante y las horas se hacían pocas, entre amasar el pan, mantener el horno prendido, preparar la comida para los trabajadores que este año habían llegado más temprano a recoger la cosecha de uva y quedarse hasta la fiesta de la vendimia.

Mientras se cocían los panes en el gran horno de barro, pensaba que los hombres ya estarían sintiendo su olor y que pronto llegarían para el desayuno que les daría las fuerzas necesarias para la larga jornada que los esperaba bajo el ardiente sol del verano que ya llegaba a su término, la tierra había sido generosa este año, las parras estaban cargadas de dorados racimos que se convertirían en finos vinos de exportación y para celebrar el término de la cosecha se había preparado la chicha, licor dulce y embriagador que alegraría a los trabajadores en la fiesta tradicional con que se terminaba una nueva cosecha. 

Pronto partirían a otros campos en busca de un nuevo trabajo y de un  nuevo amor, de rápido olvido, sin ataduras y sin rencores.

Marta sabía de esos amores y no se lamentaba, ya llegaría el que quisiera quedarse entre sus brazos morenos y compartiera con ella el calor de su cama, que había resistido el peso de alguno, pero que ella había dejado marchar sin protestar.

Ahora sentía que el momento había llegado y se esmeraba en atender lo mejor posible al rudo hombre que se sentaba todos los días a la cabecera del mesón donde comían los trabajadores de paso, los temporeros o peones como se les conocía en los campos a esos nómades que se ganaban la vida sin pensar en el mañana, ganaban su dinero y partían a otros campos a gastarlo, después de todo mientras la tierra siguiera dando sus frutos se necesitarían manos para recogerlos.

¿Cómo le había dicho que se llamaba? Ahí el nombre era lo de menos, todos respondían al apodo que los identificaba por algún gesto, una cicatriz, el color del cabello, algún parecido generalmente con un animal o una condición valórica o física y apenas se formó el grupo los trabajadores dieron a conocer el cómo los llamaban o algunos fueron bautizados nuevamente.

_A mi me dicen  el Ronco_ dijo el que se sentó a la cabecera sin que ninguno se interpusiera y cada uno fue tomando un lugar que se respetaba a diario sin que lo hubieran acordado.

El Ronco hacía honor a su voz más bien gruesa, y que a Marta le pareció que la acariciaba al pedirle _más pan, por favor_fue lo primero que le llamó la atención, esa voz firme, un tanto gruesa, pero que reflejaba la humildad de su dueño en el tono con que se dirigió a ella. 
Marta sabía que ya no era una jovencita, que los años  se le habían pasado muy rápido y ya eran demasiadas noches solitarias, esperando siempre que el hombre indicado apareciera un día para quedarse y hacerle compañía, hacerle unos cuantos hijos y tener el rancho bien puesto, con su buena cocina donde ella pudiera prepararle todo lo que sabía y tenerlo contento, al menos con la comida por la cual ella era conocida y alabada.

Ahora_ se decía_es la mía. No voy a dejar que se vaya así no más, si no se anima voy a tener que darle una ayuda.

Y pronto los demás notaron su cambio, cómo sus polleras dejaban ver algo más de sus piernas bien torneadas y en el escote de su blusa asomaba tentador la tersura de sus pechos, sus trenzas adornadas con una flor esperaban que alguien las desarmara y hundiera el rostro en la mata perfumada y suave de sus cabellos, que olían a rosas recién cortadas, a manzanilla fresca y juncos del arroyo.

Los hombres la asediaron con la mirada y guardaron distancia, sabían que el Ronco se había ganado las preferencias desde el primer día que llegaron y se preguntaban qué estaba esperando para dejar contenta a la Marta, ya hubiera querido cualquiera de ellos tener las atenciones de que era objeto el Ronco, la mejor presa, la fruta más fragante y una sonrisa que lo invitaba a compartir un lecho con olor a hembra en celo.

_¿Usted también se va a ir con los demás?_ se atrevió a preguntarle entre plato y plato que le servía.
_Sí, tengo que irme_
_¿Y cuál es el apuro, si puede saberse?
_Son cosas de hombre_
_Si usted quisiera..._
Pero la mirada del Ronco estaba perdida en lontananza, Marta buscaba sus ojos para que leyera en los suyos las promesas que guardaban, pero el Ronco contestó con algo parecido a un gruñido, frío y sin apuro:
_Le agradezco la invitación, pero mi mujer me  espera en mi casa_
_Ah...si yo decía no más, como los que vienen a trabajar acá son solos..._
_Bueno,ya está, gracias por todas sus molestias._

La voz se le perdió, junto con las esperanzas que se había forjado, _quién la había mandado a abrir la boca_ se lamentaba, porque ahora que lo pensaba se daba cuenta que el Ronco nunca había tenido intenciones de ser algo más que un trabajador, que había cumplido con su labor y ella había imaginado todo un mundo en torno a él.

Cuando se fueron después del desayuno, alcanzó a despedirlos con la mano, pensando que tal vez en la próxima cosecha llegaría el hombre que estaba esperando.








martes, 5 de mayo de 2015

El Regreso

_Estamos los dos en el mismo pecado_

La voz  ronca, segura, dominante, rompió el silencio mientras caminaban por el sendero bordeado de viejos eucaliptos, iluminado apenas por uno que otro rayo de la luna que se filtraba entre el follaje de los viejos árboles, únicos testigos de la lucha interna que se libraba en el corazón de María.

Para qué lo había seguido se preguntaba a cada paso que daba, pero seguía a su lado, sin demostrar el miedo que se apoderaba poco a poco de ella. 

Miedo a encontrarse con alguien que la reconociera y contara en la taberna con quién la había visto, aunque no había nada que ocultar se decía para convencerse de que aún estaba a tiempo de desandar el camino, qué pasaría si no continuara  a su lado escuchando las palabras que le llegaban de lejos.

_Si estamos en el mismo pecado es porque nos queremos, te dije que algún día iba a volver a buscarte y ahora me estay siguiendo, no vay na amenazá, si es pecado que nos vayamos, bueno, así será, mañana vay a ver las cosas con más calma, después de todo no soy más que mía y siempre ha sido así, todos sabían que tú y yo nos queríamos y me juraste que me esperaríai, mala suerte pal Mateo, él se metió por medio y que no me busque, porque se va a arrepentir.


Lo escuchaba en silencio y sus palabras la mareaban como si fueran un elixir embriagador, mágico, que la llevaran más allá de su realidad, de su familia que la había presionado para que aceptara al Mateo, que tenía tierras, ganado y una casa donde ella era la patrona, pero en cuyo rostro aparecía de vez en cuando un rictus de amargura, ¿sería por los hijos que no llegaban? ¿por la soledad que la rodeaba la mayor parte del día?¿qué había que hacer para que se le borrara esa expresión que a veces le sorprendían sin que ella se diera cuenta?


Y comenzaron los rumores, si ya se sabía que eso iba a pasar, que ella no debía haberse casado con el Mateo, que era muy bueno, pero que el Rubén había sido el amor de toda su vida y ahora lo estaba siguiendo, había vuelto, pero cuatro años eran mucho tiempo para esperarlo, sin saber adónde se había ido, sin una carta, sin un llamado, como si se lo hubiera tragado la tierra, pero había regresado y cómo había cambiado, si ya era todo un hombre, si a su paso atraía las miradas de las mujeres jóvenes y de las no tanto, que suspiraban envidiando la suerte de aquella que fuera encerrada por esos fuertes brazos sobre un pecho amplio y dorado por el sol de lejanas tierras. 


Los hombres tampoco permanecían indiferentes  a su paso y les intrigaba el misterio que lo rodeaba, a nadie había contado Rubén qué había hecho en su ausencia, en qué había trabajado, dónde había estado, qué aventuras había sufrido y empezaron a tejer sus propias historias, que había estado en un barco ballenero, que se había ido de minero a buscar oro, que seguramente era un contrabandista, que se había alistado de mercenario, todos tenían su teoría de acuerdo a su imaginación y hasta apostaban a ella. 


_El Rubén le compró las tierras  a don Mauricio_

_ Se está haciendo una casa enorme de grande_
_Dicen que mandó a traer muebles finos de la ciudad_

Cada  cual expresaba lo que creía que Rubén había hecho,o bien, lo que a ellos les hubiera gustado hacer si hubieran tenido la oportunidad de marcharse de esas soledades en que el tiempo se había detenido hacía muchos años y una mezcla de envidia y orgullo por el que se había atrevido a partir hacia lo desconocido, acompañaba las palabras de esos resignados al trabajo en el campo, soñando con ser dueños algún día de la tierra que los había visto crecer, sufrir y que algún día los recibiría con un frío abrazo.


Se le vinieron a la mente todas las expresiones de que sería objeto si se supiera que había estado a solas con el Rubén, pero qué importaba se repetía si ya antes de decidirse la habían condenado, si iban a seguir hablando que lo hicieran con razón y una excusa tapó a la otra y los pasos se hicieron más seguros, más firmes cuando la mano del Rubén se cerró sobre la suya y la guiaba por la oscuridad del sendero cercado de eucaliptos. 


Lo seguía como el ciego tras su lazarillo, confiada, segura, atrás comenzaron a quedar las dudas y remordimientos, ¿acaso no había hecho con su vida lo que otros habían querido? si se había ido con el 
Mateo y hasta se había casado con él no había sido por amor, cansada de escuchar el te lo dije de su madre, ese no va regresar, si eso de irse a trabajar era puro cuento para no volver y las amigas que se unían a sus parejas y las miradas de lástima por su soledad y los hijos que un  día también ella había deseado estrechar y arrullar contra su pecho y que los años se te van a ir y se había casado con el Mateo para llenar el vacío de su corazón, esperando quererlo por lo bueno que era, por los hijos que llegarían, pero la bondad y generosidad no habían sido suficientes, los hijos no llegaron y los días se llenaron de tareas, de trabajo y las noches de largos silencios, esperando que alguna vez su vista no se quedara clavada en un punto muerto.

Ahora no importaba nada, el Rubén había vuelto y la perdonaba, su orgullo de macho y el despecho del primer momento quedaban atrás, ella lo seguiría  sin escuchar voces ni gestos que se interpusieran y que los hombres se arreglaran a la buena o a la mala.