La tarde se
había inundado con los olores de las flores silvestres que crecían
desordenadas, juguetonas, balanceándose con la suave brisa que refrescaba el
calor del verano, de otro más a la cuenta que se hacía presente con cada
comentario de los lugareños_¿Cómo ha estado señorita? ¡Usted nos va a enterrar
a todos! ¡Si parece que los años no pasaran por usted! y como para suavizar las
palabras_¡Pero tan bonita como siempre!_y no le daban tiempo para responder
cuando venía el otro:_Por ahí anda el patrón, si se va rapidito lo alcanza
donde usted sabe…_
También ellos
sabían, pero ya no importaba.
El patrón había
llegado nuevamente como lo hacía desde que eran niños y regresaba al fundo a
pasar las vacaciones bajo el sol, sumergirse en las aguas frescas del estero y
tenderse muy junto a ella bajo la sombra de un sauce, mientras le soltaba las
trenzas para hundir el rostro en esa cabellera suave, frondosa, castaña,
perfumada a yerbas naturales; ahora algunas hebras plateadas iluminaban su
cabello libre de ataduras, cubriéndole los hombros, tal vez un poco más, ajeno
a los tintes que borraban momentáneamente el paso del tiempo, además ¿A quién
le importaría si de pronto decidiera un cambio?
Aunque sí se darían cuenta y sería tema de conversación en el almacén de
la esquina o en la vieja plaza donde se juntaban las comadres a pasar el
tiempo, comentando las pequeñas novedades o inventando otras la mayor de las
veces.
Para llegar al
sitio que era un secreto a voces, tenía que atravesar un potrero donde pastaba
el ganado con sus crías y, acostumbrada a la vida del campo, sentía un gran
regocijo al verlas retozando en busca de la madre, reclamando su presencia con
tiernos balidos. Más allá pasaba el estero, que no sólo regaba las tierras,
sino que en un remanso detenía su viaje eterno para formar una pequeña ensenada
de aguas cristalinas, bordeada de pálida arena y piedrecillas pulidas a su
paso, la hierba crecía generosa y perfumada, invitando al descanso después de un refrescante baño.
La
vida se desarrollaba naturalmente, todo germinaba y se multiplicaba a su
alrededor, las
plantas y animales crecían y partían a los mercados, los jóvenes, siguiendo la
urgencia de la sangre o del corazón, encontraban respuesta a sus instintos o
sentimientos en mozas anhelantes de dar vida y los bebés rápidamente se
convertían en niños fuertes y saludables con la leche de los generosos pechos y
todo parecía seguir las leyes de la naturaleza, sólo ella era la excepción, el
lunar, la oveja negra del rebaño.
El patrón había llegado,
sin embargo, para ella seguía siendo el mismo que bajo la sombra del sauce le
despertara emociones, acelerara el ritmo del corazón y enturbiara la sangre con
el calor de los primeros besos, de tímidas caricias de adolescente y la promesa
de amor eterno.
Se fue y volvió muchos
veranos, se redoblaron los juramentos y postergaciones, mientras ella cerraba
su corazón a otros para convertirse en la fruta prohibida, “la señorita del
patrón”, la que enseñaba las primeras letras en la escuelita del fundo, lo suficiente
para que los trabajadores aprendieran a garrapatear su nombre y no pensaran
mucho en las tonterías de los libros, después de todo, la tierra y el patrón eran generosos.
A veces algún joven se
marchaba soñando con un mundo diferente, con raudos automóviles rubias desinhibidas, pero volvía, ocultando el desengaño para
entregarse a los brazos de esa tierra amante, olorosa a hierbas recién
cortadas.
“La señorita del
patrón”, como la llamaban los lugareños, había perdido ante ellos su nombre,
era la propiedad de ese patroncito que algún día tendría que heredar y dirigir
el fundo, mientras tanto, aparecía de
vez en cuando, pero siempre volvía, aunque fueran unos pocos días, cumpliendo
al menos esa parte de la promesa,_el próximo año va a ser diferente, ya vas a
ver, no me voy a ir, me voy a separar, tú sabes que eso no es más que un
arreglo, los chicos ya se van a recibir, ella está enferma…” Volvía, pero
también se marchaba y ya no importaba.
Ahora estaba de
vuelta, una vez más, esperándola bajo el
sauce, más gordo, canoso, sin prisas, confiado, viéndola acercarse bajo el sol,
entrecerrando los ojos para no perder sus movimientos, respirando profundo para
atrapar todos los olores de la naturaleza que lo rodeaba.
La
señorita también había venido, no había nada que decir, nada que reprochar, los
dados estaban echados y la suerte había sido esquiva, sabía de memoria las
frases con que trataría de convencerla, de justificar una y otra promesa
incumplida, pero el vaso se desbordaba y caerían al vacío.
Ya
no habría promesas, se acabaría la cuenta regresiva de los días que faltaban
para el retorno, la angustia del ¿volverá?, ¿estará bajo el sauce? ¿será esta
vez?
Sus
pasos lentos pero firmes la llevaron una vez más por los senderos conocidos,
pequeñas y multicolores florecillas silvestres salían a su encuentro, las de
azul intenso eran sus preferidas porque su presencia anunciaba el inicio del
verano y el retorno, las amarillas oro habían abierto sus pétalos al sol,
derramando su fragancia y esperaban el ocaso para dormitar hasta el nuevo día,
más allá, bordeando la pequeña ensenada, juncos y violetas habían conspirado
con su aroma, rindiendo sus débiles fuerzas ante el patrón.
Ahora,
deliberadamente, su pie se posaba sin cuidado sobre ellas, como queriendo destruir
todo testigo de su pasado sin futuro.
Cuando
se detuvo frente a él, la sombra del sauce cubría con su manto el verde intenso
de la hierba, refrescando el calor de la tarde y a unos pasos el murmullo del
estero llamaba al descanso, a la entrega.
Ella
sí cumpliría su promesa. Con un gesto le indicó que no se parara, quería verlo
así, empequeñecido a sus pies, ignorante de la respuesta a todas sus
interrogantes, a sus desvelos y desprecios, a los cumplidos acompañados de
risitas y comentarios en voz baja, a su soledad de protegida del patrón, a su
amor nutrido de promesas incumplidas.
La
tibieza de su cuerpo no había disminuido la frialdad del arma que ocultaba en el bolsillo de su vestido
estampado de flores, pobres imitaciones de aquellas que ya no olería ni
adornarían su cabello en su último encuentro clandestino.
Tal
vez alguna mano piadosa, conocedora de su gusto por ellas, lanzaría en su fosa
algunas para que la acompañaran en su viaje sin responso; una última mirada, un
adiós sin palabras y de rojo intenso empezó a cubrirse la hierba a sus pies.