lunes, 23 de diciembre de 2013

La Promesa.
La tarde se había inundado con los olores de las flores silvestres que crecían desordenadas, juguetonas, balanceándose con la suave brisa que refrescaba el calor del verano, de otro más a la cuenta que se hacía presente con cada comentario de los lugareños_¿Cómo ha estado señorita? ¡Usted nos va a enterrar a todos! ¡Si parece que los años no pasaran por usted! y como para suavizar las palabras_¡Pero tan bonita como siempre!_y no le daban tiempo para responder cuando venía el otro:_Por ahí anda el patrón, si se va rapidito lo alcanza donde usted sabe…_
También ellos sabían, pero ya no importaba.
El patrón había llegado nuevamente como lo hacía desde que eran niños y regresaba al fundo a pasar las vacaciones bajo el sol, sumergirse en las aguas frescas del estero y tenderse muy junto a ella bajo la sombra de un sauce, mientras le soltaba las trenzas para hundir el rostro en esa cabellera suave, frondosa, castaña, perfumada a yerbas naturales; ahora algunas hebras plateadas iluminaban su cabello libre de ataduras, cubriéndole los hombros, tal vez un poco más, ajeno a los tintes que borraban momentáneamente el paso del tiempo, además ¿A quién le importaría si de pronto decidiera un cambio?  Aunque sí se darían cuenta y sería tema de conversación en el almacén de la esquina o en la vieja plaza donde se juntaban las comadres a pasar el tiempo, comentando las pequeñas novedades o inventando otras la mayor de las veces.
Para llegar al sitio que era un secreto a voces, tenía que atravesar un potrero donde pastaba el ganado con sus crías y, acostumbrada a la vida del campo, sentía un gran regocijo al verlas retozando en busca de la madre, reclamando su presencia con tiernos balidos. Más allá pasaba el estero, que no sólo regaba las tierras, sino que en un remanso detenía su viaje eterno para formar una pequeña ensenada de aguas cristalinas, bordeada de pálida arena y piedrecillas pulidas a su paso, la hierba crecía generosa y perfumada, invitando al descanso  después de un refrescante baño.
La vida se desarrollaba naturalmente, todo germinaba y se multiplicaba a su alrededor, las plantas y animales crecían y partían a los mercados, los jóvenes, siguiendo la urgencia de la sangre o del corazón, encontraban respuesta a sus instintos o sentimientos en mozas anhelantes de dar vida y los bebés  rápidamente se convertían en niños fuertes y saludables con la leche de los generosos pechos y todo parecía seguir las leyes de la naturaleza, sólo ella era la excepción, el lunar, la oveja negra del rebaño.
El patrón había llegado, sin embargo, para ella seguía siendo el mismo que bajo la sombra del sauce le despertara emociones, acelerara el ritmo del corazón y enturbiara la sangre con el calor de los primeros besos, de tímidas caricias de adolescente y la promesa de amor eterno.
Se fue y volvió muchos veranos, se redoblaron los juramentos y postergaciones, mientras ella cerraba su corazón a otros para convertirse en la fruta prohibida, “la señorita del patrón”, la que enseñaba las primeras letras en la escuelita del fundo, lo suficiente para que los trabajadores aprendieran a garrapatear su nombre y no pensaran mucho en las tonterías de los libros, después de todo, la  tierra y el patrón eran generosos.
A veces algún joven se marchaba soñando con un mundo diferente, con raudos automóviles  rubias desinhibidas,  pero volvía, ocultando el desengaño para entregarse a los brazos de esa tierra amante, olorosa a hierbas recién cortadas.
“La señorita del patrón”, como la llamaban los lugareños, había perdido ante ellos su nombre, era la propiedad de ese patroncito que algún día tendría que heredar y dirigir el fundo, mientras tanto, aparecía  de vez en cuando, pero siempre volvía, aunque fueran unos pocos días, cumpliendo al menos esa parte de la promesa,_el próximo año va a ser diferente, ya vas a ver, no me voy a ir, me voy a separar, tú sabes que eso no es más que un arreglo, los chicos ya se van a recibir, ella está enferma…” Volvía, pero también se marchaba y ya no importaba.
Ahora estaba de vuelta, una vez más, esperándola  bajo el sauce, más gordo, canoso, sin prisas, confiado, viéndola acercarse bajo el sol, entrecerrando los ojos para no perder sus movimientos, respirando profundo para atrapar todos los olores de la naturaleza que lo rodeaba.
La señorita también había venido, no había nada que decir, nada que reprochar, los dados estaban echados y la suerte había sido esquiva, sabía de memoria las frases con que trataría de convencerla, de justificar una y otra promesa incumplida, pero el vaso se desbordaba y caerían al vacío.
Ya no habría promesas, se acabaría la cuenta regresiva de los días que faltaban para el retorno, la angustia del ¿volverá?, ¿estará bajo el sauce? ¿será esta vez?
Sus pasos lentos pero firmes la llevaron una vez más por los senderos conocidos, pequeñas y multicolores florecillas silvestres salían a su encuentro, las de azul intenso eran sus preferidas porque su presencia anunciaba el inicio del verano y el retorno, las amarillas oro habían abierto sus pétalos al sol, derramando su fragancia y esperaban el ocaso para dormitar hasta el nuevo día, más allá, bordeando la pequeña ensenada, juncos y violetas habían conspirado con su aroma, rindiendo sus débiles fuerzas ante el patrón.
Ahora, deliberadamente, su pie se posaba sin cuidado sobre ellas, como queriendo destruir todo testigo de su pasado sin futuro.
Cuando se detuvo frente a él, la sombra del sauce cubría con su manto el verde intenso de la hierba, refrescando el calor de la tarde y a unos pasos el murmullo del estero llamaba al descanso, a la entrega.
Ella sí cumpliría su promesa. Con un gesto le indicó que no se parara, quería verlo así, empequeñecido a sus pies, ignorante de la respuesta a todas sus interrogantes, a sus desvelos y desprecios, a los cumplidos acompañados de risitas y comentarios en voz baja, a su soledad de protegida del patrón, a su amor nutrido de promesas incumplidas.
La tibieza de su cuerpo no había disminuido la frialdad del arma  que ocultaba en el bolsillo de su vestido estampado de flores, pobres imitaciones de aquellas que ya no olería ni adornarían su cabello en su último encuentro clandestino.
Tal vez alguna mano piadosa, conocedora de su gusto por ellas, lanzaría en su fosa algunas para que la acompañaran en su viaje sin responso; una última mirada, un adiós sin palabras y de rojo intenso empezó a cubrirse la hierba a sus pies.


miércoles, 2 de octubre de 2013

Celebración

La había invitado a almorzar para celebrar como tantos otros el Día de las madres.

Ella hubiera preferido que la mesa del restaurante estuviera cerca de la ventana y así ver cómo las olas se encrespaban azotando la roca que separaba en dos la pequeña playa, pero se tuvo que conformar con un segundo plano, la propaganda había sido efectiva, a pesar de la tan manoseada crisis económica y muchos, maridos, yernos, hijos y otros que no calzan en la nómina de las buenas costumbres y moral, habían tenido la misma ocurrencia y exhibían  a sus mujeres por un día u horas, celebrando a las madres, aunque hubieran deseado hacerlo con sus “mamitas o mamacitas”.

Pronto se vino el discurso, qué tierna la cara de la viejita, ¿habrá sido así antes? Seguro que no, todas son iguales, no quiebran ni un huevo, pero por la cara del marido…

La anciana comía en silencio, saboreaba muy lentamente los trozos de pescado a la plancha y bebía de vez en cuando el rojo vino que la mesera les había recomendado.

¿Por qué estaban solos? ¿Dónde estaban los hijos? ¿Vivían lejos? Qué importancia tiene lo que me está diciendo, el gusto de fijarse en los demás, ¿por qué no piensa en que nos queda tan poco tiempo para sentirnos jóvenes? ya no me dan ganas de mirarme al espejo porque la que se asoma en la superficie es diferente a la que se queda afuera, esa todavía está alegre, con ganas de tantas cosas pendientes, si llegara igual que esa viejecita a los setenta, ochenta, pero para qué, no, no me veo caminando lento, sin ponerme un lindo traje de baño o por qué no hacer una locura y bañarme de nuevo así no más, con la pura piel, como cuando tenía ¿cuántos? ya me olvidé, ojalá me olvidara también de los libros que no leí para dar una prueba, qué rabia daba llegar a la biblioteca y que no estuviera el libro porque ya lo habían pedido y era el único, ¿de qué está hablando?, o estoy quedando sorda o me acostumbré a hablar alto en la sala de clases, ¿escuchan bien allá atrás? parece que ya terminó, no me gusta como hacen las empanadas acá, pero mejor me quedo callada.

_ ¿Si? ¿Me decías?_ Ya estaban en el plato de fondo estaba más o menos no más la empanada de queso camarón,para qué habré pedido eso, engordar no cuesta nada, pero todavía queda tiempo y si me pongo a dieta, qué dieta, mejor bailo un poco aunque sea con el palo de la escoba, porque de aquí a que vaya a un gimnasio o salga a bailar van a haber pajaritos nuevos.

_ ¿Te vas servir algo más?_ Los ancianos terminaban el bajativo, las mejillas de la viejita habían adquirido un leve rubor, limpió cuidadosamente sus labios y salieron tomados del brazo._ ¡No se vayan!_ fue el grito silencioso que murió en sus labios,  los dardos se dirigían ahora sobre el muchacho joven de la mesa al costado de ellos, _No te des vuelta, el que está sentado al lado de la señora gorda.

_ ¿Si?  ¿Qué tiene?_ Se parece a un actor, al hermano de esa artista que trabajó en…acuérdate, tú has visto todas las películas, ya sé, Julia Robert.

Afuera el sol calentaba más de lo acostumbrado para ser un día de otoño, hubiera preferido que hiciera frío, así tal vez habrían prendido la salamandra y habría mirado la danza de las llamas.

Expresó su deseo de caminar por la costanera, la brisa del mar siempre era su aliada, tal vez todavía era tiempo y el ocaso tardara en llegar.

Recordó su frase favorita: “mañana es otro día”.  


El horizonte se tiñó de rojo, los pescadores se hicieron a la mar para plantar sus redes, gaviotas y pelícanos lanzaron sus últimos graznidos antes de buscar el tibio nido y no reconoció su voz al decir  que quería regresar a la casa, para ella ya había llegado el nuevo día.

lunes, 18 de marzo de 2013

Adiós.

No quería que la volviera a ver, no quería borrar del recuerdo la última imagen que suponía guardaba de ella, lozana, con algunos años y kilos menos, arruguitas o "signos de expresión", pero el tiempo había seguido su curso, inexorable,  muy a su pesar, y no sería grato escuchar las frases de rigor:"que bien te ves" o "estás igual", como si fuera ciega y no se viera todos los días en el espejo, como si no le tomara más tiempo hacerse un nuevo rostro antes de enfrentar el día; el maquillaje que iluminara la mirada, arquear las pestañas, pintarlas, delinear y darle tono a los pálidos labios eran parte de la rutina diaria con que se ocultaban algunas huellas del tiempo, pero que no lo detenían y la máscara iba perdiendo su color, su tersura, por lo que se había impuesto que no la viera, pero que no la olvidara y sabía que no faltaba el amigo, ex compañero o familiar a quien él no le hubiera preguntado por ella, cómo estaba, qué hacía, si lo recordaba y les contaba una vez más cómo se habían conocido, los recuerdos imborrables de esa relación que se transformó en un culebrón sin fin hasta que ella le había puesto término abruptamente, sin razones, sin un adiós.
Ahora ya era tarde para arrepentirse, para dejar la vanidad, para ocultarse en excusas del qué dirán, nada podría hacer para revertir el tiempo y tener al menos la oportunidad del adiós definitivo, del hasta siempre o del hasta nunca, del perdón o de la maldición, de la indiferencia o del rencor. 
Frío, sin una sonrisa,  sin un rictus que delatara una emoción, permaneció ante la mirada de ella que buscaba inútilmente en su rostro el recuerdo del otro,de aquel que afloraba al escuchar una vieja canción, al oír su nombre en boca de aquellos que, sin saberlo, confabulaban para que no llegara el adiós, porque no habían retratos, cartas ni regalos, no habían lazos sin atar, palabras sin decir, y el tiempo era el mejor aliado si de olvidar se trataba.
Haciendo un esfuerzo se acercó, tratando de ocultar la emoción, conteniendo las palabras que querían atropellarse para preguntar si era posible algún día reencontrarse sin temor, sin vergüenza, sin dolor, sin culpa y sólo atinó a callar, a guardar silencio, a desearle desde lo más recóndito de su corazón que descansara en paz y salió del templo que empezaba a llenarse de amigos, familiares, compañeros de labor, tal vez de otras como ella que venían a darle el último adiós y se fue calle abajo, pensando que se le estaba haciendo tarde para llegar al trabajo, ya habría tiempo para el dolor.