viernes, 29 de agosto de 2014

Tejedora de ilusiones

La conocían como la tejedora de redes más hábil de la pequeña caleta encerrada por cerros, protegida del traicionero viento del sur por esas lomas que se vestían en invierno con el oro de los aromos.
Después que su padre había descargado los peces cautivos en las finas mallas con que eran atrapados, entre los que era posible encontrar en un buen día toda suerte de multicolores especies, comenzaba su trabajo Rosalía, remendando cual araña los destrozos que ocasionaban aquellos peces que queriendo recobrar su libertad, lo único que conseguían era quedar más fuertemente atrapados por la red que les impedía traspasar esa barrera hacia el infinito azul.

Otras veces la red venía sin el pan  del mar, lobos la habían despojado en sangriento festín, rompiendo aquí y allá, dejando sólo amargura para el pescador.

Rosalía ejecutaba su tarea con la destreza de años entregada al oficio, no recordaba cuándo había tomado por primera vez la aguja para remendar las viejas redes de su padre y, lo que en un principio era más que nada un juego, se transformó con el pasar de los años en un trabajo, un modo de ganarse la vida, porque también se encargaba de tejer y remendar para otros pescadores, quienes encontraban que su labor era superior, y así también tenían la oportunidad de acercarse a ella, de cruzar unas palabritas y obtener una sonrisa que dejaba ver la blancura de unos dientes pequeños encerrados en la boca que deseaban ocultamente disfrutar alguna vez, tan esquiva para ellos, tan lejana e inalcanzable.

Y es que Rosalía era así, buscada con la mirada de esos hombres rudos, curtidos por la sal y viento, por el frío y el calor, por  viejos a quienes ya abandonaban las fuerzas de los brazos y se sentaban por las tardes a contemplar cómo el sol abandonaba la caleta,  recordando días de gloria o a quienes se habían quedado para siempre en el lecho del mar, de ese mar que les daba el sustento, pero que de vez en cuando cobraba por ello. 

Los jóvenes soñaban con ella, con su cuerpo, con su frescura, con su risa, con su piel canela, tersa y firme, con la suavidad de su voz, con aspirar el perfume de su mata de cabellos negros que coronaba su rostro ovalado en el que destacaban dos hoyuelos en las mejillas, dándole apariencia de niña traviesa a sus veintiséis años.

Los días se sucedían tranquilos, apacibles, el invierno prolongaba su estadía en la caleta y los hombres se reunían a beber para contrarrestar el frío, para olvidar, para celebrar, para envalentonarse, para no morir de tedio en medio de la nada.

Las mujeres, en cambio, siempre tenían algo que hacer, una labor que terminar, ropa que remendar, niños que cuidar,  a veces se dirigían en pequeños grupos a la extensa playa más allá de la caleta, de negras y suaves arenas, bordeada de pequeñas rocas, en busca de mejillones, caracoles y moluscos.
A veces Rosalía se unía al grupo y se enteraba de pequeñas novedades, fulanito de tal, que había ido a probar suerte en las minas, estaba de vuelta, o la hija de tal estaba esperando guagua sin señales de casorio, a la de más allá la había abandonado su pareja por otra más joven; asuntos triviales que se desmenuzaban hasta agotar el tema, analizando, juzgando, pero nunca condenando a los protagonistas de tales eventos.

Y la vida continuaba en esa comunidad donde era prácticamente imposible ocultarse a los demás, esperando que llegara el verano y lamentando su partida. Con él nuevos rostros llegaban a la caleta que abría sus puertas a los visitantes de ese lugar perdido entre los cerros, pero que ofrecía a cambio paz, aguas tranquilas en que refrescar los cuerpos bronceados por el sol generoso que bañaba desde temprano la playita de la caleta y la de más allá.


Cuando los veraneantes dejaban su retiro, volvía la tranquilidad apenas alterada por la presencia de ellos.

Parecía que ese verano sería igual a otros. Poca gente había llegado y ya eran conocidos, como el doctor que arrendaba por horas un bote para pescar , la solterona y su amiga que caminaban a lo largo de la playa, cubriendo sus cabezas con coloridos sombreros para el  sol.

Algo o alguien era el tema de ese día, las mujeres hablaban más que de costumbre, una decía: _yo lo ví cuando llegó, venía caminando, se veía tan alto y no podía dejar de mirarlo_

___no es muy corpulento y tiene el pelo claro y largo como los hippies__agregaba otra.
La que había estado callada hasta entonces, la más vieja del grupo, agregó entrecerrando los ojos y lanzando un suspiro:__ hace tiempo que no llegaba un hombre así al pueblo, ¡vamos a ver quién tiene la suerte de agarrarlo!__y un coro de risas acompañó las palabras de la vieja.
__yo lo único que le miré fueron los ojos__agregó Rosalía__se parecen a ese color turquesa que tiene el mar a veces__ ¿De dónde será? y ¿ a qué habrá venido? A mí me tinca que anda en algo raro porque nadie lo conoce ni ha dicho nada. 

Pronto se supo cómo lo llamaron, porque su nombre siguió siendo un misterio y el Rucio pasó a ser uno más de  aquellos hombres que partían al despuntar el alba al rudo trabajo en el mar.


Lo aceptaron sin muchas preguntas, no les importaba el motivo que lo había traído, después de todo la mayoría de ellos tenía algo que ocultar, algo que cubrir con un manto de olvido; a veces, cuando el tiempo no era propicio para salir a las faenas, se juntaban en la pequeña caleta y pronto aparecía el recuerdo de viejas hazañas, de viejos amores, de viejos triunfos a la mar, pero también de viejas derrotas y , es que la mayoría de esos hombres habían dejado atrás la juventud, las fuerzas comenzaban a flaquear, sintiendo que muchos inviernos les habían enfriado hasta los huesos y  cada nueva jornada tenía un mayor esfuerzo.


El Rucio respondió las pocas preguntas que le hicieron, pero no era necesario conocer tanto sobre la pesca, ellos se encargarían de enseñarle lo preciso, ya algunos estaban deseando dejar su trabajo en manos más jóvenes, en brazos más fuertes y   si tenía agallas, con el tiempo y  un poco de suerte, hasta podría hacerse de un bote, ser su propio patrón.,  mientras, que aprendiera, que le entrara el oficio, que se le pegara a la piel, que se curtiera con el sol, el viento, que aprendiera a descifrar los misterios de las aguas, que desarrollara fuerzas para levantar a pulso la captura que significaba alegría o resignarse a izar las redes cargadas de algas y pececillos que se transformaban en pitanza de gaviotas y pelícanos.
El Rucio comenzó a ayudar a uno de los pescadores más viejos y por un tiempo mantuvo su silencio, su hermetismo, aprendió rápido las faenas y era un gusto para las mujeres ver cómo se marcaban los pectorales de su torso bronceado, el cabello que le daba su apodo había adquirido un nuevo brillo con el agua y aire marino, celebraba y respondía las bromas de sus compañeros, en pocos meses era uno más de ese grupo compacto de seres humanos, donde cada uno cumplía con lo justo para satisfacer sus necesidades más cercanas, sin la preocupación del futuro, después de todo nadie podía saber qué le deparaba y si algún día la muerte lo iba a sorprender, era natural, cada día la enfrentaban más allá de donde la vista podía abarcar desde la playa, el destino de cada uno de ellos un día llegaría en medio de un naufragio, arrastrado al lecho marino por traicioneras corrientes desaparecería en alguna caverna y, si la mar se compadecía, tal vez tuviera un lugar de reposo en la tierra negra del cerro que miraba hacia él y sería su sueño eterno arrullado por las olas que lo llevaron a la orilla.

Rosalía y el Rucio cruzaban un rápido saludo cuando ella llegaba ansiosa a recibir a su padre después de una jornada en la mar, y es que los años trataban de doblegar al viejo roble, los fríos de las madrugadas empezaban a hacerse sentir en los huesos del pescador, que negándose a dejar los remos, cuando la mar lo permitía, se adentraba en ella para ganarle a la vida y seguir adelante, negándose a engrosar el número de viejos desdentados, curvados y curtidos por el viento y sal que mataban las horas recordando, 

Rosalía esperaba a su padre con la ansiedad oculta,  sintiendo el golpeteo de su corazón a medida que la hora avanzaba sin avistar la embarcación, descansando cuando lo veía aparecer en la línea del horizonte, y no supo cuándo, en qué momento se encontró pensando en el retorno del Rucio, sonriendo al verlo saltar ágilmente del bote y empezar la rutina de sacar las redes y separar la pesca, su estado de ánimo empezó a contagiarse con el del Rucio, si lo veía contento se alegraba por él y las palabras de consuelo brotaban espontáneas.

__No se preocupe, así es la vida del pescador, un día se gana y otro se pierde, porque la mar es caprichosa__¿será que está enamorado y se puso celosa? y esperaba la respuesta como niña que anhela el sí a un deseo,
 __No, no tengo a nadie__
¿Y cómo no va a tener alguien que lo quiera o esté esperando a que vuelva?
__ ¿Y por qué piensa que quiero volver?
__Es que todos los que llegan de otros lados, cuando se aburren se van__
__Yo no tengo intención de hacerlo__

Un suspiro de alivio se le escapó al escuchar sus palabras, deseando que fueran verdad, otros habían llegado en alguna ocasión y se habían marchado después de un corto tiempo, el trabajo era escaso, no buscaban ataduras sentimentales o la justicia se hacía presente y desaparecían tan misteriosamente      como habían llegado.

Pero el Rucio había dicho que no pensaba volver, ya le preguntaría otro día por qué no quería y a qué lugar, qué hacía antes, se notaba que era un hombre tan distinto a los que conocía, bastaba con ver sus manos que estaban sufriendo por el rudo trabajo que efectuaban ahora y, cuando hablaba, qué bonito lo hacía, no como esos brutos de la caleta.

Rosalía y el Rucio comenzaron a pasar más tiempo juntos, ella prolongaba su trabajo reparando las redes cuando veía que él preparaba los aparejos de la pesca, y no se dejaron esperar los comentarios__¿de qué conversarán esos dos?, algo se trae este gallo con la Rosalía, y ella, tan orgullosa con nosotros, a él sí que le muestra los dientes con tanta sonrisita, seguro que ya han estado juntos, quién lo iba a decir, tanto que se creía y ahora anda como tonta detrás del Rucio_

Ya no les parecía tan simpático, ahora les gustaría saber de dónde venía, quién era en realidad ese tipo del que no sabían ni cómo se llamaba, pero que acaparaba la atención de la Rosalía, tan indiferente a ellos, sobre todo al Pedro, quien se había mostrado casi como un devoto de ella desde los días de  escuela, aunque hubieran sido pocos , porque ya a temprana edad, como muchos otros, había tenido que hacerse a la mar o emigrar en busca de trabajo. Él no tuvo que pensarlo mucho, si la Rosalía estaba en la caleta él seguiría allí sin importar que las minas o las construcciones ofrecieran una posibilidad de  conocer otros rumbos, ganar  un poco de dinero para regresar a la caleta y ostentar ante quienes se quedaban por el amor a una madre o a la mujer que le esperaba temerosa siempre de una desgracia, y es que con la mar nunca se sabía.

El Pedro se había quedado y nadie ignoraba el amor que sentía por la Rosalía, aunque ella se mostrara indiferente, los demás respetaban su fidelidad de perro  y se conformaban con mirarla y soñar con ella, pero no se hubieran atrevido a conquistarla, sabiendo que el Pedro estaba enamorado y  no perdía la esperanza   de que ella algún día le dijera que sí, que sería su mujer.

Pronto los días empezaron a alargarse con la llegada del verano, las arenas de la pequeña playa parecían más doradas con los rayos del sol y el graznido de las gaviotas se dejaba oír desde temprano, acompañando a los botes que llegaban cargados de abundantes peces, y la alegría se dejaba ver en los rostros y voces con que pregonaban su venta:
__aquí caserita, los mejores congrios pal caldillo__
__aproveche patrona, estamos regalando__
Y una multitud, de mujeres principalmente, se agolpaba junto a los botes a mirar su carga y regatear precios o elegir aquellos peces que les parecían mejores por su tamaño o por su fama de buen sabor. Pronto desaparecían con su compra y los pescadores se entregaban a la faena de preparar los aparejos del nuevo día, comentando las pequeñeces o sobresaltos de la jornada.

Sentada sobre un pequeño banquillo, Rosalía dejaba a la vista sus pantorrillas morenas mientras remendaba las redes, otras veces refrescaba sus pies en la orilla de las tranquilas aguas y pocas veces quedaba tiempo para la distracción, para tenderse en la arena como cualquier visitante y nadar en las frías aguas de la playita.

El día que el Rucio la sorprendiera con su _vamos a dar una vuelta en el bote de su papá_se dio cuenta que el mar estaba siempre ahí a su vista, pero que desconocía cómo sería  más allá, donde se podía pasar de la paz a la furia de las aguas y quedarse para siempre bajo ellas o ser arrastrado por corrientes traicioneras y no retornar.
__¿Y usted está seguro de que podemos ir bien lejos? porque mi papá siempre dice que es mala suerte llevar mujeres en el bote...yo nunca he ido más lejos de esa roca que está ahí no más___
__No tenga miedo, conmigo no le va a pasar nada__esas son tonterías no más, no haga caso.
¿Cómo se iba a negar? los ojos del Rucio tenían una mirada profunda como ese mar y la atraían con la fuerza de las olas al reventar en los roqueríos.

Cuando las coloridas casas quedaron fuera de la vista y se impuso el azul intenso de las aguas que mecían a su antojo la embarcación, Rosalía sintió la grandeza de ellas y su poder descrito en tantas historias que había escuchado desde niña, naufragios, pérdidas y lamentaciones,  y recordó a aquellos que se habían quedado en un sueño eterno bajo ellas, dejando sin el consuelo de un último abrazo, un beso, un adiós, a una madre, o a una novia.

Ahora se encontraba lejos de esa playa de arenas negras donde las aguas depositaban escasamente su beso, sin refrescarlas, y el temor volvía a apoderarse de su corazón, ¿qué pasaría si el bote sufría algún desperfecto? a esa hora los pescadores descansaban y nadie estaba al tanto de su salida, si al menos le hubiera confiado su secreto a una amiga, pero los secretos desconocían los candados y prefirió callar.

El Rucio detuvo el motor, _¿qué le pareció?_ cómo explicarle lo pequeña que se sentía ante esa inmensidad azul, donde se posara su mirada no había más que mar y y las olas danzaban a su alrededor suavemente, alejándose a la orilla, queriendo llegar rápido a ella para retornar a su viaje infinito.

Rosalía calló, respirando profundamente, atrapando el aire cargado de aromas salinos de la brisa que refrescaba el calor de la tarde.

Cuando el Rucio le preguntó muy bajo:_¿Me dejaría darle un beso?, respondió automáticamente que no.
_Uno sólo_, insistió el Rucio _el miedo a la profundidad azul se había cambiado por el verde de los ojos entrecerrados del Rucio que le sonreía ignorante de la lucha que se desataba en su corazón, estaba sin defensas y todo conspiraba en su contra, la naturaleza era aliada del Rucio y ella se había rendido desde antes, desde la primera vez que lo viera, era la ilusión que se había hecho realidad, cuántas veces había soñado con el afuerino que llegaría un día para cambiar su vida y ahora estaba con él, los demás no importaban, después de todo, ¿quién era ella para   negarse a un minuto de felicidad?

No opuso resistencia, no protestó cuando los fuertes brazos la encerraron y le diera el beso que había esperado desde siempre, después se desprendió suavemente y le pidió que volvieran, ya era hora de regresar, de despertar del ensueño. El Rucio enfiló el bote a la caleta y retornaron en silencio.

Pasaron algunos días y Rosalía evitó encontrarse con el Rucio, hacía sus tareas en diferentes jornadas y se retiraba a su casa temprano, a veces daba larga caminatas por la playa y volvía a su refugio sin haberlo visto, pero nada pasaba desapercibido para las atentas miradas de las mujeres que siempre buscaban algo para comentar:_ ¿Se han fijado en la Rosalía? _Si anda como en la luna, pa`mi que algo le está pasando__Y el Rucio anda igualito, mejor que no se cruce con el Pedro porque la cosa está fea_

Pero, así como había llegado sin anunciarse, así desapareció el Rucio de la caleta, nadie se asombró porque estaban acostumbrados a que  los extraños algún día se marcharan, dejaran un recuerdo que pronto era olvidado, comentaron sí que eso se sabía que iba a pasar y cada cual continuó su vida sin darle mayor importancia al asunto.

Una mañana la caleta se alteró por la noticia, las voces se confundían al contar unos y otros los detalles de la nueva, allá entre los roqueríos de la playa larga estaba el cuerpo del Rucio, el mar lo había rechazado y devolvía por no ser uno de los suyos.

 _Las respuestas a las autoridades que fueron avisadas de su hallazgo se repetían: él no era de acá, no tenía a nadie, nadie lo conocía, no dijo ni cómo se llamaba, ni qué hacía antes de llegar, ni cuántos años tenía, menos de dónde venía, no tenía una mujer que lo esperara, era un tipo raro...

No se culpó a nadie de su muerte, a nadie le pareció extraña, después de todo a cualquiera le podía pasar, un día se sale a la mar y no se sabe si se va a regresar, tal vez al Rucio lo había agarrado una ola cuando estaba mariscando entre las rocas o sencillamente había decidido terminar con su vida y la verdad sólo la sabía él, ahora era un número más  en la cuenta de otros que el mar había cobrado.

Rosalía volvió a sus redes, tejiendo otras ilusiones, la vida no se podía cambiar por un extraño, aunque le hubiera estremecido la piel y avivado el corazón, ya llegaría el verano nuevamente, el sol entibiaría los atardeceres y la caleta renacería otra vez.