Encontré la
cajita de metal, siguiendo las instrucciones que hacía muchos años me había
dado mi tía. Busca en mi ropero, al fondo
del último cajón, la voy a dejar envuelta en un pañuelo de seda que tiene unas
mariposas de colores, y quiero que me hagas un favor, que la eches en mi ataúd
cuando me muera.
Hacía muchos años que no la veía, la vida me
había llevado por distintos caminos y me encontraba lejos, por eso guardé la
carta que me había escrito contándome cosas rutinarias, me envió unas antiguas
fotos recuerdo de un cumpleaños suyo y me reconocí a los 20 años junto a quien
amaba y con quien deseaba envejecer rodeada de hijos y nietos, qué lejano me
pareció eso, porque su rostro se había esfumado entre otros amores y mi vida
había sido muy distinta a la soñada.
No
quiero que la abran ni la boten cuando saquen todo del ropero, porque
seguramente no van a dejar nada, está todo tan viejo ya y apolillado.
Yo recordaba el
antiguo ropero de mi tía, de tres cuerpos como se usaban entonces, con sus
vestidos de fiesta hechos a la medida por una experta modista, con abrigos de
suaves y cálidos tejidos, con cajones pequeños que al abrirlos emanaban la
fragancia de su perfume favorito y que guardaban elegantes guantes de
cuero para proteger sus blancas manos
del frío y otros de encaje para los días de calor, qué hermosa se veía cuando
asistía a algún evento social, siempre con un vestido nuevo que combinara con
los zapatos y cartera para la ocasión.
No tenía una
figura curvilínea a los cuarenta y tantos mi tía, pero sí un rostro ovalado,
bien cuidado, en el que destacaban sus ojos oscuros de hermosas pestañas, usa crema desde ya me decía y yo a
los quince no le daba importancia, cómo me arrepiento ahora de no haber seguido
sus consejos.
Lo que más me
gustaba de ella era su pelo ondulado y castaño natural, creo que no alcancé a
verla con canas porque cuando me fui no tenía intención de regresar y busqué la
distancia para el olvido, el pelo hay que cepillarlo cien veces en la noche me
decía y yo encontraba que eran cosas de viejas y que los enjuagues con agua de
quillay no servían de nada.
Quiero que me hagas este favor que te pido,
porque no confío en nadie más, en la caja tengo guardadas unas partituras de
piano y sé que si las encuentran las van a botar, a nadie le van a servir y
quiero que me entierren con ellas. Son de un italiano que conocí en Buenos
Aires y me las regaló porque las hizo
para mí.
Viajar a la
capital argentina había sido casi obligatorio en la juventud de mis tíos fanáticos
de las orquestas de tangos y tenían guardados viejos cancioneros, fotos de sus
ídolos, gastados discos que narraban historias de dramáticos amores o cantaban
a la viejita querida pidiendo perdón.
¡Cómo bailaba el
tango mi tía! Su marido y ella eran buenos tangueros, yo seguía sus pasos de
expertos con la mirada y me había negado a que él me enseñara, porque no me
gustaba sentir que me abrazara por la cintura; con los años también me
arrepentí de no haber aprendido, pero a los quince a mi me gustaba el rock y las
canciones en inglés.
Esas partituras son lo único que me queda de
recuerdo de mi amigo.
De su amigo…yo
había escuchado algo cuando niña, conversaciones que se callaban cuando entraba
de pronto a la pieza en que mi tía le confidenciaba a mi mamá, el marino
italiano que había conocido en Buenos Aires en las vacaciones, el que había
venido a Valparaíso, el que no la había olvidado y que como le había prometido
quería casarse con ella y viajar a Italia para quedarse a vivir allá, había
regresado.
Lástima que mi
tía ya se había casado cuando llegó el marino italiano al que todos creían un
fantasma o producto de la imaginación de ella, porque no se sabía nada de él,
salvo que era buen mozo, alto, de ojos verdes, con razón pienso ahora que mi
tía no lo olvidó, los ojos verdes han sido fatales para mi y, sobre todo, que
tocaba el piano, que le gustaba el tango, que el barco en que trabajaba había
estado en el puerto varios días y quizás cómo se habían conocido, hubo
intercambio de cartas, promesas y las partituras de unas canciones cuya musa
había sido mi tía y que se salvaron del fuego cuando conoció al que fuera su
marido y tuviera con él un único hijo.
Ahora yo era la
encargada de cumplir con esa voluntad, mi tía tendría unos ochenta años cuando
me mandó la carta y le contesté para decirle que me alegraba saber de ella, que
estuviera tranquila, que no me olvidaría, y que no pensara en dejarnos, que
cualquier día yo regresaría para darle un abrazo, pero no volví.
Me contaron que
se fue tranquila, ninguna enfermedad la aquejaba, pero su cuerpo estaba cansado
y el deseo de aferrarse a esta vida lo había perdido, hacía unos años que su
marido la había precedido y resignados a su partida estaban su hijo, nietos y
hasta bisnietos, vinieron primos que hacía largos años no veía, hubo abrazos,
miradas de evaluación, me costó reconocer a más de uno y eso de estás igual que
antes me sonó tan patético, como si el espejo me mintiera y devolviera la
imagen que tenía hace ya tanto tiempo. Hubo recuerdos, preguntas de rigor, qué
has hecho estos años, dónde estabas, por qué te fuiste, con quién vives,
querían saberlo todo y las evasivas no bastaban mientras yo pensaba cómo buscar
en el ropero la dichosa caja y ponerla de alguna forma en su ataúd, sin que se
dieran cuenta los demás, para que no hubiera preguntas sobre su contenido y mi
tía se llevara con ella sus más íntimos recuerdos.
Era pequeña, liviana,
envuelta en el viejo pañuelo de seda descolorido por los años, las mariposas ya
habían volado hacía mucho tiempo y, aprovechando un momento de cansancio entre
los asistentes, cumplí mi promesa, recordando el día que había quemado todas
las cartas y fotos de él, como si eso hubiera bastado para olvidarlo; no sabía
entonces que ni el fuego podría destruir su recuerdo. Mi tía se llevaba los
suyos en esa cajita, los míos estaban muy dentro de mí.
Me sentí en paz,
mi imaginación como de costumbre voló por unos instantes y ahí estaban,
enlazados, caminando por la costanera del viejo Buenos Aires, ella protegiendo
su pelo de la brisa marina con un pañuelo de seda con mariposas de colores y él
susurrando a su oído amorosas palabras
en italiano.