viernes, 28 de septiembre de 2018

Sin retorno.




Hay amores que dejan cicatrices y ella tenía las suyas. El tiempo no había sido suficiente para borrarlas y el olvido se negaba a llegar,  aunque había momentos en que parecían haberse eliminado, sin embargo, seguían allí y se preguntaba cuándo lo olvidaría, aún sabiendo la respuesta, nunca.

Había buscado el olvido con ansias, desde el amanecer hasta que el cansancio la vencía se entregaba a la tarea de diversas cosas, cantando en silencio las viejas canciones que habían hecho suyas o penetrando  en los rincones  más recónditos de su memoria, en aquellos que guardaban los te quiero ahogados por sus besos eternos.

Ahora ya tiene más años de los que imaginó alguna vez llegar a vivir, conserva aún la mirada limpia de sus ojos claros y el andar cadencioso, más lento, pero seguro, sin esfuerzo.

Va a emprender un viaje, el que hubieran hecho juntos si él estuviera a su lado, pero qué importa ya se dice una y otra vez, como para convencerse de que está bien ir a esas tierras lejanas en el mapa, pero que en realidad no lo están, son algunas horas de vuelo y ya, alguna vez temió hacerlo sola, sintió la culpa y enojo, la pena y angustia de su ausencia irremediable, pero está la promesa que debe cumplir antes de que sea tarde y las fuerzas la abandonen para recorrer las calles de su niñez que conoció por sus relatos, teme no encontrar la plaza de sus juegos infantiles, las aguas del río no serán las mismas,  sin embargo, espera escuchar en su rumor la voz de él llamándola, rezará en la iglesia del barrio que no abrió sus puertas para ambos y rogará por su descanso y por el reencuentro en ese lugar sin fronteras para el amor, para la entrega sin condición ni temor, se le escapa un suspiro mientras prepara una pequeña maleta con lo indispensable y con especial cuidado deposita lo más valioso para ella, las cartas amarillentas llenas de promesas, con todos los te quiero que a los veinte se dijeron y no se olvidaron.

Partió sola, sin aviso, sin despedidas ni recomendaciones de que se cuidara, que tomara sus remedios, que avisara cómo había llegado y que llamara  o enviara fotos del lugar, no había a quién y era un alivio poder irse sin pensar en el retorno, porque sabía que descansaría allá donde hubieran sido por siempre uno solo los dos. 

lunes, 30 de octubre de 2017

Cajita de los recuerdos



Encontré la cajita de metal, siguiendo las instrucciones que hacía muchos años me había dado mi tía. Busca en mi ropero, al fondo del último cajón, la voy a dejar envuelta en un pañuelo de seda que tiene unas mariposas de colores, y quiero que me hagas un favor, que la eches en mi ataúd cuando me muera.

 Hacía muchos años que no la veía, la vida me había llevado por distintos caminos y me encontraba lejos, por eso guardé la carta que me había escrito contándome cosas rutinarias, me envió unas antiguas fotos recuerdo de un cumpleaños suyo y me reconocí a los 20 años junto a quien amaba y con quien deseaba envejecer rodeada de hijos y nietos, qué lejano me pareció eso, porque su rostro se había esfumado entre otros amores y mi vida había sido muy distinta a la soñada.

 No quiero que la abran ni la boten cuando saquen todo del ropero, porque seguramente no van a dejar nada, está todo tan viejo ya y apolillado.

Yo recordaba el antiguo ropero de mi tía, de tres cuerpos como se usaban entonces, con sus vestidos de fiesta hechos a la medida por una experta modista, con abrigos de suaves y cálidos tejidos, con cajones pequeños que al abrirlos emanaban la fragancia de su perfume favorito y que guardaban elegantes guantes de cuero  para proteger sus blancas manos del frío y otros de encaje para los días de calor, qué hermosa se veía cuando asistía a algún evento social, siempre con un vestido nuevo que combinara con los zapatos y cartera para la ocasión.

No tenía una figura curvilínea a los cuarenta y tantos mi tía, pero sí un rostro ovalado, bien cuidado, en el que destacaban sus ojos oscuros de hermosas  pestañas, usa crema desde ya me decía y yo a los quince no le daba importancia, cómo me arrepiento ahora de no haber seguido sus consejos.

Lo que más me gustaba de ella era su pelo ondulado y castaño natural, creo que no alcancé a verla con canas porque cuando me fui no tenía intención de regresar y busqué la distancia para el olvido, el pelo hay que cepillarlo cien veces en la noche me decía y yo encontraba que eran cosas de viejas y que los enjuagues con agua de quillay no servían de nada.

Quiero que me hagas este favor que te pido, porque no confío en nadie más, en la caja tengo guardadas unas partituras de piano y sé que si las encuentran las van a botar, a nadie le van a servir y quiero que me entierren con ellas. Son de un italiano que conocí en Buenos Aires y  me las regaló porque las hizo para mí.

Viajar a la capital argentina había sido casi obligatorio en la juventud de mis tíos fanáticos de las orquestas de tangos y tenían guardados viejos cancioneros, fotos de sus ídolos, gastados discos que narraban historias de dramáticos amores o cantaban a la viejita querida pidiendo perdón.

¡Cómo bailaba el tango mi tía! Su marido y ella eran buenos tangueros, yo seguía sus pasos de expertos con la mirada y me había negado a que él me enseñara, porque no me gustaba sentir que me abrazara por la cintura; con los años también me arrepentí de no haber aprendido, pero a los quince a mi me gustaba el rock y las canciones en inglés.

Esas partituras son lo único que me queda de recuerdo de mi amigo.

De su amigo…yo había escuchado algo cuando niña, conversaciones que se callaban cuando entraba de pronto a la pieza en que mi tía le confidenciaba a mi mamá, el marino italiano que había conocido en Buenos Aires en las vacaciones, el que había venido a Valparaíso, el que no la había olvidado y que como le había prometido quería casarse con ella y viajar a Italia para quedarse a vivir allá, había regresado.

Lástima que mi tía ya se había casado cuando llegó el marino italiano al que todos creían un fantasma o producto de la imaginación de ella, porque no se sabía nada de él, salvo que era buen mozo, alto, de ojos verdes, con razón pienso ahora que mi tía no lo olvidó, los ojos verdes han sido fatales para mi y, sobre todo, que tocaba el piano, que le gustaba el tango, que el barco en que trabajaba había estado en el puerto varios días y quizás cómo se habían conocido, hubo intercambio de cartas, promesas y las partituras de unas canciones cuya musa había sido mi tía y que se salvaron del fuego cuando conoció al que fuera su marido y tuviera con él un único hijo.

Ahora yo era la encargada de cumplir con esa voluntad, mi tía tendría unos ochenta años cuando me mandó la carta y le contesté para decirle que me alegraba saber de ella, que estuviera tranquila, que no me olvidaría, y que no pensara en dejarnos, que cualquier día yo regresaría para darle un abrazo, pero no volví.

Me contaron que se fue tranquila, ninguna enfermedad la aquejaba, pero su cuerpo estaba cansado y el deseo de aferrarse a esta vida lo había perdido, hacía unos años que su marido la había precedido y resignados a su partida estaban su hijo, nietos y hasta bisnietos, vinieron primos que hacía largos años no veía, hubo abrazos, miradas de evaluación, me costó reconocer a más de uno y eso de estás igual que antes me sonó tan patético, como si el espejo me mintiera y devolviera la imagen que tenía hace ya tanto tiempo. Hubo recuerdos, preguntas de rigor, qué has hecho estos años, dónde estabas, por qué te fuiste, con quién vives, querían saberlo todo y las evasivas no bastaban mientras yo pensaba cómo buscar en el ropero la dichosa caja y ponerla de alguna forma en su ataúd, sin que se dieran cuenta los demás, para que no hubiera preguntas sobre su contenido y mi tía se llevara con ella sus más íntimos recuerdos.

Era pequeña, liviana, envuelta en el viejo pañuelo de seda descolorido por los años, las mariposas ya habían volado hacía mucho tiempo y, aprovechando un momento de cansancio entre los asistentes, cumplí mi promesa, recordando el día que había quemado todas las cartas y fotos de él, como si eso hubiera bastado para olvidarlo; no sabía entonces que ni el fuego podría destruir su recuerdo. Mi tía se llevaba los suyos en esa cajita, los míos estaban muy dentro de mí.

Me sentí en paz, mi imaginación como de costumbre voló por unos instantes y ahí estaban, enlazados, caminando por la costanera del viejo Buenos Aires, ella protegiendo su pelo de la brisa marina con un pañuelo de seda con mariposas de colores y él susurrando  a su oído amorosas palabras en italiano. 

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Cristina y el mar

Las olas una y otra vez volvieron,
borrando de tu cuerpo y el mío en la arena su huella.
Las olas una y otra vez volvieron,
apagando con su rumor el eco de tu voz.
Las olas van y vienen
y tu recuerdo aún no muere.

Los versos le habían brotado del alma, no ganaría ningún concurso poético , ni sería reconocida por ellos, pero a veces se esforzaba por horas intentando crear con las palabras manoseadas algo que expresara su sentir de mujer que no se resigna al paso de los años, no es que fuera demasiado vieja, aunque se puede serlo aún con muy pocas primaveras, lo suyo era diferente, la palabra vieja no calzaba con su espíritu siempre rebelde, ¿ por qué tendría que darle cuenta a alguien de lo que hice o dejé de hacer?, lo bailado nadie se lo quitaría ni la podría cuestionar por esto y aquello, y sentía que eran muchos aquellos los que estaban llenando su valija, le estaba pesando un poco y no resultaba tan fácil seguir trasportándola, ahora que los días parecían alargar las horas y éstas tener más minutos e infinitos segundos, ¿qué le pesaba, los aquellos o esta soledad que le estaba royendo las entrañas?
El espejo le devolvía la mirada de la mujer entradita en años, como diría quien la observara con atención y se fijara en las arruguitas al extremo de los ojos siempre maquillados con esmero, resaltando en ellos las pestañas arqueadas y negrísimas gracias al rimel de buena marca, porque eso sí, en cosméticos no se fijaba en el precio y guardaba en una caja grande, que parecía no tener fondo, toda suerte de sombras de variados colores, cremas para el cutis de día y de noche, suavizantes para las manos, lociones refrescantes, brillos y delineadores que prometían besos sin perder su color, que le daban más forma a su boca de labios siempre dispuestos a extenderse en una sonrisa y mostrar los dientes de los cuales se sentía orgullosa, porque no era cosa de llevarse en el dentista para tener a los cincuenta y tantos, todos los suyos naturales y en buen estado; ¡qué más se podía pedir a sus años!, los kilos los mantenía a raya, trataban de cercarla, pero era superior su fuerte y se vanagloriaba de tener la misma talla por largos años, aunque fuera ele o equis ele en algunos casos, dada su contextura adquirida por la natación practicada desde muy temprana edad, pero en las tiendas en las cuales tenía tarjetas de crédito, vendían ropa casi exclusivamente para mujeres delgadas o jovencitas anoréxicas, así que ella se las ingeniaba para tener su propio estilo, combinando esto y aquello con sus propias creaciones que surgían de los palillos o del crochet.
-Tú que haces cosas tan bonitas -, le habían dicho muchas veces, - ¿por qué no te instalas con un puesto artesanal? - Más adelante, cuando jubile -, era la respuesta invariable, - me dedico a tejer en invierno y en verano que otro se encargue de la venta - .
Ella esperaba el verano y había perdido el temor a los rayos solares gracias a su cargamento de protectores de diferentes grados y exquisitos aromas, en que se mezclaban el coco tropical y el viento salino, y que a su piel morena de naturaleza le imprimían un dorado miel que la rejuvenecía, sintiendo el peso de las miradas cargadas de promesas y tentaciones, pero indiferente continuaba tendida en la arena, leyendo un libro sin final, cruzando las piernas que sabía le daban altura, porque eran largas y no muy gruesas, que llevaban bien el ritmo al bailar, y le imprimían fuerza al pataleo cuando se aventuraba más allá del límite permitido en la pequeña playa.
Se resistía a envejecer, a vivir la vida de los personajes de interminables culebrones televisivos, ella quería su propia historia para sufrir, para recordar, para compartir, para comparar.
Cristina llevaba ya varios días en la pequeña localidad y se estaba habituando a la rutina , por la mañana se esforzaba en realizar las cosas cotidianas de largos años de práctica: el aseo de la cabaña, regar sus plantas, escuchar la música y noticias, nada extraordinario, a veces el tiempo se detenía con el trino de tordos y codornices, con el vuelo rasante de las golondrinas, con los graznidos de gaviotas insaciables y la felicidad atisbaba junto a esas avecillas que llegaban confiadamente al terreno que rodeaba la casa, en busca de las migas y semillas que les dejaba a cambio de sus cantos.
Cada día se levantaba invariablemente temprano, antes de las ocho había desayunado y realizado su rutina, prometiéndose: hoy voy a ir más lejos, donde revientan las olas. Y los lugareños se habían acostumbrado a verla pasar con su bolso, les sonreía junto con el - buenos días – y se alejaba por el sendero entre pinos y roqueríos hacia la gran extensión de arena negra y fina propia de esa larga playa.
A veces encontraba a su paso las huellas de una fogata y botellas de alcohol que habían compartido jóvenes y viejos que se resistían a serlo, de grises rostros embrutecidos por el vicio, pequeños bultos donde asomaban cabezas de enmarañados cabellos, cuerpos que buscaban el calor de la mañana, bamboleantes con la resaca de la fiesta nocturna en la arena que no besaba el mar, que respondían con voz aguardentosa a su saludo:
– estuvo buena la cosa, ¿no? –
¿Y cuándo nos va a acompañar?
-cualquier día me animo –
El paso firme, calmado unas veces, otras acelerado, siguiendo el ritmo de su corazón, la llevaba allá donde las olas dejaban su descanso y jugueteaban unas con otras, brincando, persiguiéndose, queriendo ser más alta que la anterior, deseando alcanzar la pared natural de pequeños cerros que encerraban la extensión de playa, siempre generosa en pequeñas conchas brillantes que guardaban el sonido del mar, y se las ofrecía a ella para darles distintos destinos, adornar el marco de un espejo, hacer un cenicero, posarlas sobre una mesa, las cosas que podía hacer con ellas le parecían incontables y las recogía con la alegría de niño que estrena juguete muy deseado.
Algunas veces, cuando sólo era objeto de la atención de las gaviotas, hundía su cuerpo en las heladas aguas y se desprendía del bañador en su interior, dejando que la acariciaran completamente, sintiendo el roce suave de algas frotándose contra su piel.
Cerraba los ojos y se entregaba al vaivén de las olas, flotando sin alejarse mucho de la orilla, más adentro la corriente era traicionera.
Secaba con energía el cuerpo cuando sintió el peso de los ojos del desconocido, sus pestañas negras destacaban aún más el verde intenso de las pupilas iluminadas por pequeños puntitos dorados. No opuso resistencia cuando le dijo que le pasara la toalla y empezó a secar suave pero vigorosamente su espalda, qué le pasaba, estaba sorprendida de ella, era el Ulises de sus fantasías que salía del mar para calmar sus anhelos más ocultos de Penélope siempre a la espera de alguien que detuviera el tiempo, pero que acelerara el ritmo de su sangre.
Se dejó friccionar, agradeciéndole con voz quebrada.
¿Qué anda haciendo por acá?
Es usted la que está perdida, yo soy de aquí y no la había visto antes.
Tiene razón, soy una intrusa, discúlpeme.
Eso no importa, ahora lo sabe, yo soy de acá.
Y señalaba el mar extendiendo un brazo en el que destacaban músculos firmes, el pecho tenía la complexión del que acostumbra remar grandes extensiones a diario, las extremidades inferiores parecían dos columnas fuertes, toda su piel era dorada, cobriza, el pelo como los de los dioses griegos que ilustraban los libros de historia.
Qué importaba de donde fuera, ni lo que hiciera, ni cómo se llamara, si era de carne y hueso o una visión, un engendro del mar o un ser real, - qué tonta soy –pensando las mismas tonteras de siempre.
-Me llamo Cristina-estoy de vacaciones ¿Y usted?
Miguel, vivo allá arriba y trabajo en la mar.
Había señalado hacia el cerro que protegía la playa del viento sur. Entre los matorrales y arbustos se divisaba lo que podía considerarse una vivienda ligera, un cuarto de paredes blancas en las que colgaban algunas redes y aperos de pesca.
¿Y su bote?
No tengo, me pasan a buscar en la tarde y mañana llegamos bien temprano a vender el pescado, si lo pillamos.
Intercambió algunas palabras de buena crianza y se despidió, sabiendo que al otro día volvería con la ilusión del encuentro que se reiteró otras tantas veces; lo esperaba en medio de las olas, nadaban hasta que ella sentía que el frío penetraba en sus huesos, qué importaba si después descansaría a su lado en la tibia arena, fina y negra, que se pegaba a la piel si no estaba bien seca.
El verano se ocultó con el sol rojizo tras el horizonte, avecillas buscándolo surcaron el cielo abandonando la caleta, a veces se divisaban saltando entre las distantes olas a juguetones delfines que en procesión peregrinaban tras el escurridizo alimento. Ya no era posible nadar.
Miguel llegaba después de haber realizado una jornada dura, inestable, a merced siempre de la voluntad del viento, sonriendo si la mar había sido generosa y resignado si la había escamoteado, premiando a otros un día y castigando los otros a aquellos que nunca le habían ofrendado una vida. El fatalismo propio de los hombres de su raza se revelaba de vez en cuando, “no le des nunca la espalda a la mar, es traicionera”, o bien, “la mar se pone celosa si uno quiere más a una mujer”, la mar, siempre interponiéndose entre los dos, como una hembra insaciable, vengativa, egoísta, calculadora,.
A medio camino de la playa, Cristina sintió las campanadas, lejanas por el rumor de las olas y el viento, negros nubarrones anunciaban la inminente lluvia y apresuró el paso mientras encendía un cigarrillo, abrigándose la cara con el humo, al menos así lo decía Víctor Jara en su canción, quería llegar pronto a la ensenada bajo el cerro, tal vez ahora él se decidiera y subirían la pequeña pendiente en busca del abrigo de la casa, conocería ese rincón que guardaba el olor del hombre en cada prenda de la escasa ropa con que cubría su cuerpo, deseaba descansar en el catre que conservaría su calor, mirarse en el verde de los ojos y sucumbir en ese mar inmenso que era su mirada.
El regreso fue lento, confiando hallarlo a su paso para encerrarlo en un abrazo que lo reanimara.
La caleta estaba revolucionada, se habían reunido alrededor de la iglesia numerosas mujeres y niños aferrados a las faldas de sus madres y abuelas. De golpe entendió el motivo de la ausencia de Miguel, algo había ocurrido en la mar, ¿Se habían volcado? ¿Estaban perdidos? ¿Habían enviado ayuda? ¿Llegaría a tiempo? No hubo respuesta para las preguntas que nunca pronunció, ¿Quién era ella en ese lugar? ¿Qué lazos la unían al joven pescador?
Esperó haciendo mil promesas, y ahora cumplía escribiendo en la arena, las olas borraban las palabras con cada retorno, arrastrándolas hacia la mar; allá en el cerro Miguel se aprontaba a bajar, una nueva bañista acababa de llegar.

jueves, 12 de enero de 2017

Tu recuerdo



Cuando me voy 
comienza el recuerdo
y  el ansia de volver 
a tus brazos, a tus besos.

Cuando me voy 
comienza el recuerdo
de tu voz, tus caricias ,
de tu ser en mi cuerpo.

Cuando me voy 
comienza el recuerdo
¡no me olvides amor!
esto es una locura,
pero vuelvo a tus besos.

Cuando me voy
comienza el recuerdo
del sabor de tus labios,
de tus manos en mis pechos.

Cuando me voy
amor mío,
sólo ansío el regreso.


sábado, 19 de diciembre de 2015

Verano eterno.

¿Cuándo llegaría el verano? era la pregunta que se hacía cada vez que sus huesos le reclamaban el calor de los días de sol tendida en la arena que había conocido su cuerpo lleno de juventud, cuando la caminata a esas soledades en que se encontraba la pequeña ensenada se hacía corta al lado de él, que cargaba lo mínimo para acampar, solos, protegidos del viento por la alta escarpada del cerro a sus espaldas y la cueva que le daba el nombre al solitario lugar al costado del acantilado, la cueva del pirata.

A veces cuando la marea bajaba se podía entrar y ver en sus muros arenosos los nombres grabados de algunos visitantes, también los de ellos quedaron estampados como recuerdo, él había buscado una parte alta para que no los borrara el agua, tal vez ya no estaban, pero le ilusionaba saber que si volviera allí algún día, los encontraría, a pesar de toda la vida que había dejado atrás.

Cada día que pasaba la invadía más la nostalgia, los recuerdos se sucedían atropellándose, venían a su encuentro como dos enamorados tomados de la mano corriendo sobre la espuma que dejaban las olas al reventar y besaban esa arena oscura, suave, tan fina que se adhería a la piel mojada y había que esperar que se secara al calor del sol para desprenderse de ella. 

El verano está tardando, y los días le parecen interminables, porque se ha prometido que este año irá a caminar por esos parajes y tal vez la brisa ha guardado la risa de él y vuelva a escucharla mientras avance solitaria hacia el lugar de sus recuerdos.

No se atreve a pronunciar su nombre, es mejor repetirlo en su interior, llamarlo silenciosamente para que la acompañe en esta última aventura, ir a los sitios donde se entregaron con las estrellas como únicos testigos, y en cada paso sabe que él estará a su lado. 

Le dijeron que reposara, que lo ocurrido a sus años era de cuidado, que no era conveniente que estuviera sola, que su corazón estaba muy cansado para emociones y esfuerzos innecesarios.

Ahora repite su nombre a cada instante, escucha su voz y lo ve en sueños, llamándola, tan vital como era entonces, iluminando sus sombras con la sonrisa de antaño, de veinte años vigorosos, fuertes, quisiera que las horas pasaran más rápido y que el sueño llegue pronto a rendirla, porque entonces se sumerge en ese mar de recuerdos que la llevan a las olas de la pequeña ensenada y tiene de nuevo el cuerpo firme, ágil, bronceado por las largas horas bajo ese sol que los iluminaba durante el día y en las noches se ocultaba llevándose a la luna para que nadie fuera testigo del amor que los unía, para que nadie escuchara allá en la lejanía los suspiros ardientes y promesas de hasta siempre que algún día se olvidaron, pero que ahora las recuerda como si volviera a oírlas por primera vez, cómo desea que pronto ya no pueda abrir esos ojos que se llenaron de su imagen, que la guardaron intacta allá en el fondo de su memoria que nunca la abandonó, algunas veces deseó que fuera frágil y que los fantasmas se batieran en retirada, pero no, las fechas, lugares, las canciones, olores, volvían a traerlo, a pesar de los hijos y nietos de otros brazos, de otros besos, él se mantuvo en sus recuerdos borrando a los intrusos.

Las voces le llegan desde muy lejos, ha cerrado los ojos para no ver los rostros dolientes de algunos pocos, de calculadores los más y le parece escuchar sus pensamientos preguntándose cuánta plata tendría esta vieja que se lo pasaba tejiendo y contando cosas que a nadie le importaba.

El doctor le ha pedido al familiar más cercano que autorice el retiro de tanto aparato que la mantiene asida a la vida, sin esperanzas ni deseos de prolongarla y grita silenciosamente  para que acepte y pueda irse rápidamente.

La sugerencia es aceptada sin reticencias, el temor natural a la partida ha desaparecido y espera encontrarlo en el camino para que la guíe entre las sombras hacia donde ya no se separarán jamás, donde no importen las leyes, los prejuicios y el infinito tendrá sentido porque allí el verano existirá para siempre.

viernes, 16 de octubre de 2015

Rosas rojas para ti.

Me contaron que ayer partiste y no estuve ahí para sostener tu mano, para aspirar tu último aliento y decirte adiós, ¿cómo podría haber estado si nuestros caminos iban por diferente rumbo? 

Cada paso que dimos después de la separación nos alejó cada vez más y la distancia trajo el olvido, al menos de tu parte, porque en cada vuelta de la vida esperaba encontrarte como antes, como si el tiempo se  hubiera detenido y  abrieras los brazos para encerrarme en ellos, para sonreírme y yo me hubiera rendido ante el embrujo de tus ojos.

 ¿Qué tienen los ojos verdes, que hasta en los cuentos y leyendas tienen ese poder?  Ellos eran el imán que me atraía a ti, el remanso en que mis penas encontraban alivio, la alegría de cada día  al cruzarse tu mirada y la mía. ¡Qué de promesas creí leer en ellos!, mas ninguna brotó de tus labios para confirmar mis anhelos.

La noticia heló aún más mis viejos huesos y el dolor arrinconado en mi corazón lo invadió por entero, fingiendo indiferencia ante quien me comunicaba tu deceso dije que lo sentía, que era una lástima y palabras comunes para la ocasión y que además hacía tanto tiempo que no sabía de ti que prácticamente no te recordaba.

Me despedí de quien quería dar más detalles, hablar de tu vida lejos de la mía. No los necesitaba, así como era la mía debió ser la tuya, tenía que serlo para que yo pudiera seguir viviendo, si me habías guardado en tus recuerdos, si mi nombre lo decías alguna vez bajito, sólo para ti, si mi imagen se te aparecía en algún sueño o creías verme en medio de la multitud, si un perfume te traía el mío a la memoria, tanto lo había deseado que a fuerza de quererlo pensaba que tú también sentías como yo.

Así había podido llegar a vieja, a tener el pelo cano bajo tintes, a esforzarme por no arrastrar los pies al caminar,  a seguir viva para verte otra vez, de lejos, sí, tenía que ser de lejos, para que no me vieras, para no destruir el recuerdo que guardaras de mi.

Aunque ahora me pregunto si me hubieras reconocido al pasar a tu lado, pero qué importa ya, puede que alguien se pregunte quién era esa viejecilla que estaba en un rincón de la iglesia secándose de vez en cuando las lágrimas y que te dejó sobre la tumba un gran ramo de rosas rojas.



lunes, 17 de agosto de 2015

En la próxima cosecha

La mañana llegó apartando los negros nubarrones de la noche anterior, había llovido suavemente y el campo relucía bajo los primeros rayos de sol que tímidamente se posaban sobre la tierra húmeda, perfumada con el aroma de  florecillas silvestres que despertaban, derramando su dulzura sobre los campos.

Tenía muchas tareas por delante y las horas se hacían pocas, entre amasar el pan, mantener el horno prendido, preparar la comida para los trabajadores que este año habían llegado más temprano a recoger la cosecha de uva y quedarse hasta la fiesta de la vendimia.

Mientras se cocían los panes en el gran horno de barro, pensaba que los hombres ya estarían sintiendo su olor y que pronto llegarían para el desayuno que les daría las fuerzas necesarias para la larga jornada que los esperaba bajo el ardiente sol del verano que ya llegaba a su término, la tierra había sido generosa este año, las parras estaban cargadas de dorados racimos que se convertirían en finos vinos de exportación y para celebrar el término de la cosecha se había preparado la chicha, licor dulce y embriagador que alegraría a los trabajadores en la fiesta tradicional con que se terminaba una nueva cosecha. 

Pronto partirían a otros campos en busca de un nuevo trabajo y de un  nuevo amor, de rápido olvido, sin ataduras y sin rencores.

Marta sabía de esos amores y no se lamentaba, ya llegaría el que quisiera quedarse entre sus brazos morenos y compartiera con ella el calor de su cama, que había resistido el peso de alguno, pero que ella había dejado marchar sin protestar.

Ahora sentía que el momento había llegado y se esmeraba en atender lo mejor posible al rudo hombre que se sentaba todos los días a la cabecera del mesón donde comían los trabajadores de paso, los temporeros o peones como se les conocía en los campos a esos nómades que se ganaban la vida sin pensar en el mañana, ganaban su dinero y partían a otros campos a gastarlo, después de todo mientras la tierra siguiera dando sus frutos se necesitarían manos para recogerlos.

¿Cómo le había dicho que se llamaba? Ahí el nombre era lo de menos, todos respondían al apodo que los identificaba por algún gesto, una cicatriz, el color del cabello, algún parecido generalmente con un animal o una condición valórica o física y apenas se formó el grupo los trabajadores dieron a conocer el cómo los llamaban o algunos fueron bautizados nuevamente.

_A mi me dicen  el Ronco_ dijo el que se sentó a la cabecera sin que ninguno se interpusiera y cada uno fue tomando un lugar que se respetaba a diario sin que lo hubieran acordado.

El Ronco hacía honor a su voz más bien gruesa, y que a Marta le pareció que la acariciaba al pedirle _más pan, por favor_fue lo primero que le llamó la atención, esa voz firme, un tanto gruesa, pero que reflejaba la humildad de su dueño en el tono con que se dirigió a ella. 
Marta sabía que ya no era una jovencita, que los años  se le habían pasado muy rápido y ya eran demasiadas noches solitarias, esperando siempre que el hombre indicado apareciera un día para quedarse y hacerle compañía, hacerle unos cuantos hijos y tener el rancho bien puesto, con su buena cocina donde ella pudiera prepararle todo lo que sabía y tenerlo contento, al menos con la comida por la cual ella era conocida y alabada.

Ahora_ se decía_es la mía. No voy a dejar que se vaya así no más, si no se anima voy a tener que darle una ayuda.

Y pronto los demás notaron su cambio, cómo sus polleras dejaban ver algo más de sus piernas bien torneadas y en el escote de su blusa asomaba tentador la tersura de sus pechos, sus trenzas adornadas con una flor esperaban que alguien las desarmara y hundiera el rostro en la mata perfumada y suave de sus cabellos, que olían a rosas recién cortadas, a manzanilla fresca y juncos del arroyo.

Los hombres la asediaron con la mirada y guardaron distancia, sabían que el Ronco se había ganado las preferencias desde el primer día que llegaron y se preguntaban qué estaba esperando para dejar contenta a la Marta, ya hubiera querido cualquiera de ellos tener las atenciones de que era objeto el Ronco, la mejor presa, la fruta más fragante y una sonrisa que lo invitaba a compartir un lecho con olor a hembra en celo.

_¿Usted también se va a ir con los demás?_ se atrevió a preguntarle entre plato y plato que le servía.
_Sí, tengo que irme_
_¿Y cuál es el apuro, si puede saberse?
_Son cosas de hombre_
_Si usted quisiera..._
Pero la mirada del Ronco estaba perdida en lontananza, Marta buscaba sus ojos para que leyera en los suyos las promesas que guardaban, pero el Ronco contestó con algo parecido a un gruñido, frío y sin apuro:
_Le agradezco la invitación, pero mi mujer me  espera en mi casa_
_Ah...si yo decía no más, como los que vienen a trabajar acá son solos..._
_Bueno,ya está, gracias por todas sus molestias._

La voz se le perdió, junto con las esperanzas que se había forjado, _quién la había mandado a abrir la boca_ se lamentaba, porque ahora que lo pensaba se daba cuenta que el Ronco nunca había tenido intenciones de ser algo más que un trabajador, que había cumplido con su labor y ella había imaginado todo un mundo en torno a él.

Cuando se fueron después del desayuno, alcanzó a despedirlos con la mano, pensando que tal vez en la próxima cosecha llegaría el hombre que estaba esperando.