Me
contaron que ayer partiste y no estuve ahí para sostener tu mano, para aspirar tu último aliento y decirte adiós, ¿cómo podría
haber estado si nuestros caminos iban por diferente rumbo?
Cada paso que dimos
después de la separación nos alejó cada vez más y la distancia trajo el olvido,
al menos de tu parte, porque en cada vuelta de la vida esperaba encontrarte
como antes, como si el tiempo se hubiera
detenido y abrieras los brazos para
encerrarme en ellos, para sonreírme y yo me hubiera rendido ante el embrujo de
tus ojos.
¿Qué tienen los ojos verdes, que hasta en los cuentos y leyendas
tienen ese poder? Ellos eran el imán que
me atraía a ti, el remanso en que mis penas encontraban alivio, la alegría de
cada día al cruzarse tu mirada y la mía.
¡Qué de promesas creí leer en ellos!, mas ninguna brotó de tus labios para
confirmar mis anhelos.
La
noticia heló aún más mis viejos huesos y el dolor arrinconado en mi corazón lo
invadió por entero, fingiendo indiferencia ante quien me comunicaba tu deceso
dije que lo sentía, que era una lástima y palabras comunes para la ocasión y
que además hacía tanto tiempo que no sabía de ti que prácticamente no te
recordaba.
Me
despedí de quien quería dar más detalles, hablar de tu vida lejos de la mía. No
los necesitaba, así como era la mía debió ser la tuya, tenía que serlo para que
yo pudiera seguir viviendo, si me habías guardado en tus recuerdos, si mi
nombre lo decías alguna vez bajito, sólo para ti, si mi imagen se te aparecía
en algún sueño o creías verme en medio de la multitud, si un perfume te traía
el mío a la memoria, tanto lo había deseado que a fuerza de quererlo pensaba
que tú también sentías como yo.
Así
había podido llegar a vieja, a tener el pelo cano bajo tintes, a esforzarme por
no arrastrar los pies al caminar, a
seguir viva para verte otra vez, de lejos, sí, tenía que ser de lejos, para que
no me vieras, para no destruir el recuerdo que guardaras de mi.
Aunque
ahora me pregunto si me hubieras reconocido al pasar a tu lado, pero qué
importa ya, puede que alguien se pregunte quién era esa viejecilla que estaba
en un rincón de la iglesia secándose de vez en cuando las lágrimas y que te
dejó sobre la tumba un gran ramo de rosas rojas.