viernes, 16 de octubre de 2015

Rosas rojas para ti.

Me contaron que ayer partiste y no estuve ahí para sostener tu mano, para aspirar tu último aliento y decirte adiós, ¿cómo podría haber estado si nuestros caminos iban por diferente rumbo? 

Cada paso que dimos después de la separación nos alejó cada vez más y la distancia trajo el olvido, al menos de tu parte, porque en cada vuelta de la vida esperaba encontrarte como antes, como si el tiempo se  hubiera detenido y  abrieras los brazos para encerrarme en ellos, para sonreírme y yo me hubiera rendido ante el embrujo de tus ojos.

 ¿Qué tienen los ojos verdes, que hasta en los cuentos y leyendas tienen ese poder?  Ellos eran el imán que me atraía a ti, el remanso en que mis penas encontraban alivio, la alegría de cada día  al cruzarse tu mirada y la mía. ¡Qué de promesas creí leer en ellos!, mas ninguna brotó de tus labios para confirmar mis anhelos.

La noticia heló aún más mis viejos huesos y el dolor arrinconado en mi corazón lo invadió por entero, fingiendo indiferencia ante quien me comunicaba tu deceso dije que lo sentía, que era una lástima y palabras comunes para la ocasión y que además hacía tanto tiempo que no sabía de ti que prácticamente no te recordaba.

Me despedí de quien quería dar más detalles, hablar de tu vida lejos de la mía. No los necesitaba, así como era la mía debió ser la tuya, tenía que serlo para que yo pudiera seguir viviendo, si me habías guardado en tus recuerdos, si mi nombre lo decías alguna vez bajito, sólo para ti, si mi imagen se te aparecía en algún sueño o creías verme en medio de la multitud, si un perfume te traía el mío a la memoria, tanto lo había deseado que a fuerza de quererlo pensaba que tú también sentías como yo.

Así había podido llegar a vieja, a tener el pelo cano bajo tintes, a esforzarme por no arrastrar los pies al caminar,  a seguir viva para verte otra vez, de lejos, sí, tenía que ser de lejos, para que no me vieras, para no destruir el recuerdo que guardaras de mi.

Aunque ahora me pregunto si me hubieras reconocido al pasar a tu lado, pero qué importa ya, puede que alguien se pregunte quién era esa viejecilla que estaba en un rincón de la iglesia secándose de vez en cuando las lágrimas y que te dejó sobre la tumba un gran ramo de rosas rojas.