miércoles, 13 de septiembre de 2017

Cristina y el mar

Las olas una y otra vez volvieron,
borrando de tu cuerpo y el mío en la arena su huella.
Las olas una y otra vez volvieron,
apagando con su rumor el eco de tu voz.
Las olas van y vienen
y tu recuerdo aún no muere.

Los versos le habían brotado del alma, no ganaría ningún concurso poético , ni sería reconocida por ellos, pero a veces se esforzaba por horas intentando crear con las palabras manoseadas algo que expresara su sentir de mujer que no se resigna al paso de los años, no es que fuera demasiado vieja, aunque se puede serlo aún con muy pocas primaveras, lo suyo era diferente, la palabra vieja no calzaba con su espíritu siempre rebelde, ¿ por qué tendría que darle cuenta a alguien de lo que hice o dejé de hacer?, lo bailado nadie se lo quitaría ni la podría cuestionar por esto y aquello, y sentía que eran muchos aquellos los que estaban llenando su valija, le estaba pesando un poco y no resultaba tan fácil seguir trasportándola, ahora que los días parecían alargar las horas y éstas tener más minutos e infinitos segundos, ¿qué le pesaba, los aquellos o esta soledad que le estaba royendo las entrañas?
El espejo le devolvía la mirada de la mujer entradita en años, como diría quien la observara con atención y se fijara en las arruguitas al extremo de los ojos siempre maquillados con esmero, resaltando en ellos las pestañas arqueadas y negrísimas gracias al rimel de buena marca, porque eso sí, en cosméticos no se fijaba en el precio y guardaba en una caja grande, que parecía no tener fondo, toda suerte de sombras de variados colores, cremas para el cutis de día y de noche, suavizantes para las manos, lociones refrescantes, brillos y delineadores que prometían besos sin perder su color, que le daban más forma a su boca de labios siempre dispuestos a extenderse en una sonrisa y mostrar los dientes de los cuales se sentía orgullosa, porque no era cosa de llevarse en el dentista para tener a los cincuenta y tantos, todos los suyos naturales y en buen estado; ¡qué más se podía pedir a sus años!, los kilos los mantenía a raya, trataban de cercarla, pero era superior su fuerte y se vanagloriaba de tener la misma talla por largos años, aunque fuera ele o equis ele en algunos casos, dada su contextura adquirida por la natación practicada desde muy temprana edad, pero en las tiendas en las cuales tenía tarjetas de crédito, vendían ropa casi exclusivamente para mujeres delgadas o jovencitas anoréxicas, así que ella se las ingeniaba para tener su propio estilo, combinando esto y aquello con sus propias creaciones que surgían de los palillos o del crochet.
-Tú que haces cosas tan bonitas -, le habían dicho muchas veces, - ¿por qué no te instalas con un puesto artesanal? - Más adelante, cuando jubile -, era la respuesta invariable, - me dedico a tejer en invierno y en verano que otro se encargue de la venta - .
Ella esperaba el verano y había perdido el temor a los rayos solares gracias a su cargamento de protectores de diferentes grados y exquisitos aromas, en que se mezclaban el coco tropical y el viento salino, y que a su piel morena de naturaleza le imprimían un dorado miel que la rejuvenecía, sintiendo el peso de las miradas cargadas de promesas y tentaciones, pero indiferente continuaba tendida en la arena, leyendo un libro sin final, cruzando las piernas que sabía le daban altura, porque eran largas y no muy gruesas, que llevaban bien el ritmo al bailar, y le imprimían fuerza al pataleo cuando se aventuraba más allá del límite permitido en la pequeña playa.
Se resistía a envejecer, a vivir la vida de los personajes de interminables culebrones televisivos, ella quería su propia historia para sufrir, para recordar, para compartir, para comparar.
Cristina llevaba ya varios días en la pequeña localidad y se estaba habituando a la rutina , por la mañana se esforzaba en realizar las cosas cotidianas de largos años de práctica: el aseo de la cabaña, regar sus plantas, escuchar la música y noticias, nada extraordinario, a veces el tiempo se detenía con el trino de tordos y codornices, con el vuelo rasante de las golondrinas, con los graznidos de gaviotas insaciables y la felicidad atisbaba junto a esas avecillas que llegaban confiadamente al terreno que rodeaba la casa, en busca de las migas y semillas que les dejaba a cambio de sus cantos.
Cada día se levantaba invariablemente temprano, antes de las ocho había desayunado y realizado su rutina, prometiéndose: hoy voy a ir más lejos, donde revientan las olas. Y los lugareños se habían acostumbrado a verla pasar con su bolso, les sonreía junto con el - buenos días – y se alejaba por el sendero entre pinos y roqueríos hacia la gran extensión de arena negra y fina propia de esa larga playa.
A veces encontraba a su paso las huellas de una fogata y botellas de alcohol que habían compartido jóvenes y viejos que se resistían a serlo, de grises rostros embrutecidos por el vicio, pequeños bultos donde asomaban cabezas de enmarañados cabellos, cuerpos que buscaban el calor de la mañana, bamboleantes con la resaca de la fiesta nocturna en la arena que no besaba el mar, que respondían con voz aguardentosa a su saludo:
– estuvo buena la cosa, ¿no? –
¿Y cuándo nos va a acompañar?
-cualquier día me animo –
El paso firme, calmado unas veces, otras acelerado, siguiendo el ritmo de su corazón, la llevaba allá donde las olas dejaban su descanso y jugueteaban unas con otras, brincando, persiguiéndose, queriendo ser más alta que la anterior, deseando alcanzar la pared natural de pequeños cerros que encerraban la extensión de playa, siempre generosa en pequeñas conchas brillantes que guardaban el sonido del mar, y se las ofrecía a ella para darles distintos destinos, adornar el marco de un espejo, hacer un cenicero, posarlas sobre una mesa, las cosas que podía hacer con ellas le parecían incontables y las recogía con la alegría de niño que estrena juguete muy deseado.
Algunas veces, cuando sólo era objeto de la atención de las gaviotas, hundía su cuerpo en las heladas aguas y se desprendía del bañador en su interior, dejando que la acariciaran completamente, sintiendo el roce suave de algas frotándose contra su piel.
Cerraba los ojos y se entregaba al vaivén de las olas, flotando sin alejarse mucho de la orilla, más adentro la corriente era traicionera.
Secaba con energía el cuerpo cuando sintió el peso de los ojos del desconocido, sus pestañas negras destacaban aún más el verde intenso de las pupilas iluminadas por pequeños puntitos dorados. No opuso resistencia cuando le dijo que le pasara la toalla y empezó a secar suave pero vigorosamente su espalda, qué le pasaba, estaba sorprendida de ella, era el Ulises de sus fantasías que salía del mar para calmar sus anhelos más ocultos de Penélope siempre a la espera de alguien que detuviera el tiempo, pero que acelerara el ritmo de su sangre.
Se dejó friccionar, agradeciéndole con voz quebrada.
¿Qué anda haciendo por acá?
Es usted la que está perdida, yo soy de aquí y no la había visto antes.
Tiene razón, soy una intrusa, discúlpeme.
Eso no importa, ahora lo sabe, yo soy de acá.
Y señalaba el mar extendiendo un brazo en el que destacaban músculos firmes, el pecho tenía la complexión del que acostumbra remar grandes extensiones a diario, las extremidades inferiores parecían dos columnas fuertes, toda su piel era dorada, cobriza, el pelo como los de los dioses griegos que ilustraban los libros de historia.
Qué importaba de donde fuera, ni lo que hiciera, ni cómo se llamara, si era de carne y hueso o una visión, un engendro del mar o un ser real, - qué tonta soy –pensando las mismas tonteras de siempre.
-Me llamo Cristina-estoy de vacaciones ¿Y usted?
Miguel, vivo allá arriba y trabajo en la mar.
Había señalado hacia el cerro que protegía la playa del viento sur. Entre los matorrales y arbustos se divisaba lo que podía considerarse una vivienda ligera, un cuarto de paredes blancas en las que colgaban algunas redes y aperos de pesca.
¿Y su bote?
No tengo, me pasan a buscar en la tarde y mañana llegamos bien temprano a vender el pescado, si lo pillamos.
Intercambió algunas palabras de buena crianza y se despidió, sabiendo que al otro día volvería con la ilusión del encuentro que se reiteró otras tantas veces; lo esperaba en medio de las olas, nadaban hasta que ella sentía que el frío penetraba en sus huesos, qué importaba si después descansaría a su lado en la tibia arena, fina y negra, que se pegaba a la piel si no estaba bien seca.
El verano se ocultó con el sol rojizo tras el horizonte, avecillas buscándolo surcaron el cielo abandonando la caleta, a veces se divisaban saltando entre las distantes olas a juguetones delfines que en procesión peregrinaban tras el escurridizo alimento. Ya no era posible nadar.
Miguel llegaba después de haber realizado una jornada dura, inestable, a merced siempre de la voluntad del viento, sonriendo si la mar había sido generosa y resignado si la había escamoteado, premiando a otros un día y castigando los otros a aquellos que nunca le habían ofrendado una vida. El fatalismo propio de los hombres de su raza se revelaba de vez en cuando, “no le des nunca la espalda a la mar, es traicionera”, o bien, “la mar se pone celosa si uno quiere más a una mujer”, la mar, siempre interponiéndose entre los dos, como una hembra insaciable, vengativa, egoísta, calculadora,.
A medio camino de la playa, Cristina sintió las campanadas, lejanas por el rumor de las olas y el viento, negros nubarrones anunciaban la inminente lluvia y apresuró el paso mientras encendía un cigarrillo, abrigándose la cara con el humo, al menos así lo decía Víctor Jara en su canción, quería llegar pronto a la ensenada bajo el cerro, tal vez ahora él se decidiera y subirían la pequeña pendiente en busca del abrigo de la casa, conocería ese rincón que guardaba el olor del hombre en cada prenda de la escasa ropa con que cubría su cuerpo, deseaba descansar en el catre que conservaría su calor, mirarse en el verde de los ojos y sucumbir en ese mar inmenso que era su mirada.
El regreso fue lento, confiando hallarlo a su paso para encerrarlo en un abrazo que lo reanimara.
La caleta estaba revolucionada, se habían reunido alrededor de la iglesia numerosas mujeres y niños aferrados a las faldas de sus madres y abuelas. De golpe entendió el motivo de la ausencia de Miguel, algo había ocurrido en la mar, ¿Se habían volcado? ¿Estaban perdidos? ¿Habían enviado ayuda? ¿Llegaría a tiempo? No hubo respuesta para las preguntas que nunca pronunció, ¿Quién era ella en ese lugar? ¿Qué lazos la unían al joven pescador?
Esperó haciendo mil promesas, y ahora cumplía escribiendo en la arena, las olas borraban las palabras con cada retorno, arrastrándolas hacia la mar; allá en el cerro Miguel se aprontaba a bajar, una nueva bañista acababa de llegar.

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