lunes, 30 de octubre de 2017

Cajita de los recuerdos



Encontré la cajita de metal, siguiendo las instrucciones que hacía muchos años me había dado mi tía. Busca en mi ropero, al fondo del último cajón, la voy a dejar envuelta en un pañuelo de seda que tiene unas mariposas de colores, y quiero que me hagas un favor, que la eches en mi ataúd cuando me muera.

 Hacía muchos años que no la veía, la vida me había llevado por distintos caminos y me encontraba lejos, por eso guardé la carta que me había escrito contándome cosas rutinarias, me envió unas antiguas fotos recuerdo de un cumpleaños suyo y me reconocí a los 20 años junto a quien amaba y con quien deseaba envejecer rodeada de hijos y nietos, qué lejano me pareció eso, porque su rostro se había esfumado entre otros amores y mi vida había sido muy distinta a la soñada.

 No quiero que la abran ni la boten cuando saquen todo del ropero, porque seguramente no van a dejar nada, está todo tan viejo ya y apolillado.

Yo recordaba el antiguo ropero de mi tía, de tres cuerpos como se usaban entonces, con sus vestidos de fiesta hechos a la medida por una experta modista, con abrigos de suaves y cálidos tejidos, con cajones pequeños que al abrirlos emanaban la fragancia de su perfume favorito y que guardaban elegantes guantes de cuero  para proteger sus blancas manos del frío y otros de encaje para los días de calor, qué hermosa se veía cuando asistía a algún evento social, siempre con un vestido nuevo que combinara con los zapatos y cartera para la ocasión.

No tenía una figura curvilínea a los cuarenta y tantos mi tía, pero sí un rostro ovalado, bien cuidado, en el que destacaban sus ojos oscuros de hermosas  pestañas, usa crema desde ya me decía y yo a los quince no le daba importancia, cómo me arrepiento ahora de no haber seguido sus consejos.

Lo que más me gustaba de ella era su pelo ondulado y castaño natural, creo que no alcancé a verla con canas porque cuando me fui no tenía intención de regresar y busqué la distancia para el olvido, el pelo hay que cepillarlo cien veces en la noche me decía y yo encontraba que eran cosas de viejas y que los enjuagues con agua de quillay no servían de nada.

Quiero que me hagas este favor que te pido, porque no confío en nadie más, en la caja tengo guardadas unas partituras de piano y sé que si las encuentran las van a botar, a nadie le van a servir y quiero que me entierren con ellas. Son de un italiano que conocí en Buenos Aires y  me las regaló porque las hizo para mí.

Viajar a la capital argentina había sido casi obligatorio en la juventud de mis tíos fanáticos de las orquestas de tangos y tenían guardados viejos cancioneros, fotos de sus ídolos, gastados discos que narraban historias de dramáticos amores o cantaban a la viejita querida pidiendo perdón.

¡Cómo bailaba el tango mi tía! Su marido y ella eran buenos tangueros, yo seguía sus pasos de expertos con la mirada y me había negado a que él me enseñara, porque no me gustaba sentir que me abrazara por la cintura; con los años también me arrepentí de no haber aprendido, pero a los quince a mi me gustaba el rock y las canciones en inglés.

Esas partituras son lo único que me queda de recuerdo de mi amigo.

De su amigo…yo había escuchado algo cuando niña, conversaciones que se callaban cuando entraba de pronto a la pieza en que mi tía le confidenciaba a mi mamá, el marino italiano que había conocido en Buenos Aires en las vacaciones, el que había venido a Valparaíso, el que no la había olvidado y que como le había prometido quería casarse con ella y viajar a Italia para quedarse a vivir allá, había regresado.

Lástima que mi tía ya se había casado cuando llegó el marino italiano al que todos creían un fantasma o producto de la imaginación de ella, porque no se sabía nada de él, salvo que era buen mozo, alto, de ojos verdes, con razón pienso ahora que mi tía no lo olvidó, los ojos verdes han sido fatales para mi y, sobre todo, que tocaba el piano, que le gustaba el tango, que el barco en que trabajaba había estado en el puerto varios días y quizás cómo se habían conocido, hubo intercambio de cartas, promesas y las partituras de unas canciones cuya musa había sido mi tía y que se salvaron del fuego cuando conoció al que fuera su marido y tuviera con él un único hijo.

Ahora yo era la encargada de cumplir con esa voluntad, mi tía tendría unos ochenta años cuando me mandó la carta y le contesté para decirle que me alegraba saber de ella, que estuviera tranquila, que no me olvidaría, y que no pensara en dejarnos, que cualquier día yo regresaría para darle un abrazo, pero no volví.

Me contaron que se fue tranquila, ninguna enfermedad la aquejaba, pero su cuerpo estaba cansado y el deseo de aferrarse a esta vida lo había perdido, hacía unos años que su marido la había precedido y resignados a su partida estaban su hijo, nietos y hasta bisnietos, vinieron primos que hacía largos años no veía, hubo abrazos, miradas de evaluación, me costó reconocer a más de uno y eso de estás igual que antes me sonó tan patético, como si el espejo me mintiera y devolviera la imagen que tenía hace ya tanto tiempo. Hubo recuerdos, preguntas de rigor, qué has hecho estos años, dónde estabas, por qué te fuiste, con quién vives, querían saberlo todo y las evasivas no bastaban mientras yo pensaba cómo buscar en el ropero la dichosa caja y ponerla de alguna forma en su ataúd, sin que se dieran cuenta los demás, para que no hubiera preguntas sobre su contenido y mi tía se llevara con ella sus más íntimos recuerdos.

Era pequeña, liviana, envuelta en el viejo pañuelo de seda descolorido por los años, las mariposas ya habían volado hacía mucho tiempo y, aprovechando un momento de cansancio entre los asistentes, cumplí mi promesa, recordando el día que había quemado todas las cartas y fotos de él, como si eso hubiera bastado para olvidarlo; no sabía entonces que ni el fuego podría destruir su recuerdo. Mi tía se llevaba los suyos en esa cajita, los míos estaban muy dentro de mí.

Me sentí en paz, mi imaginación como de costumbre voló por unos instantes y ahí estaban, enlazados, caminando por la costanera del viejo Buenos Aires, ella protegiendo su pelo de la brisa marina con un pañuelo de seda con mariposas de colores y él susurrando  a su oído amorosas palabras en italiano. 

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