domingo, 5 de julio de 2009

Chiquilina

Chiquilina

Entre las matas de mora se había abierto un pequeño claro y el grupo de jovencitas llegó a él después de haber caminado, primero por la ardiente carretera y después por atajos entre los cerros, siguiendo el curso del pequeño hilillo de agua que bajaba hasta el matorral, donde las matas de silvestres moras formaban una pared verde en la cual brillantes y negros frutos en racimo esperaban por los valiente que se atrevían a sacarlas.
El grupo lo formaban dos muchachas entre quince y dieciséis años, con sus respectivas hermanas de diecinueve. Las mayores, Quena y Rosa, habían marchado adelante, llamando a las rezagadas Irene y Ema para que apuraran el paso, ya que la tarde había avanzado y el regreso tomaría unas dos horas, sin considerar el tiempo que tardarían en llenar los tarros con las moras.
Colocaron unos tablones que otros habían dejado en el sitio para alcanzar las frutas que estaban fuera del alcance y que tenían mejor aspecto, grandes, a punto y, se dieron a la tarea de sacarlas.
Pronto comenzaron los ¡ay, que me pincho!, ¡que me caigo! ¡Me clavé! Y las risas acompañaban cada expresión de dolor de Irene, ella era quien más se lamentaba, sus brazos morenos mostraban las huellas de los rasguños que las pequeñas espinas le habían provocado. Sus piernas delgadas estaban protegidas por pantalones que se ajustaban a ellas, marcando las proporcionadas caderas. De pronto su largo pelo castaño que le llegaba casi a la cintura, quedó enredado en unas ramas y para desprenderlo tuvo que hacer verdaderos esfuerzos, evitando cortarlo y sufrir nuevos rasguños de las espinas que parecían ensañarse sólo con ella.
Bajó manteniendo a duras penas el equilibrio sobre el improvisado puente, para buscar un sitio donde descansar y esperar a que las muchachas terminaran la faena.
Se retiró sorteando las matas, buscando con la vista baja dónde caminar con seguridad, por lo cual sólo lo vio cuando estaba casi a punto de pisarlo. Los ojos verdes, con tonalidades claras, semejaban los de un gato y la miraban entrecerrados por el sol que le daba de frente, una sonrisa amplia, calurosa, de bienvenida, la acogió al aceptar el gesto que le pedía sentarse junto a él.
Esa imagen la persiguió a lo largo de muchos años, ¿de qué hablaron? No lo recuerda, pero al escuchar a veces una canción que él cantaba bajito, vuelve a ese momento mágico de haberse sentido por primera vez una mujer admirada, deseada, el sol alumbrando sólo para ellos, la hierba desprendiendo todo su aroma, la frescura de la sombra del sauce cobijándolos y a sus dieciséis, tan lejanos, tan perdidos en el túnel que hoy traspasó al son de “yo soy tu romántico viajero, que te ama, que te ama…chiquilina...

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